JUEVES SANTO (2021)
MISA VESPERTINA DE LA CENA DEL SEÑOR
Queridos hermanos:
Un clásico dicho popular decía que el de hoy es uno de los tres jueves del año que relucen como el sol o más que él. Ciertamente, la celebración de esta tarde es una de las más importantes del año litúrgico, en la que revivimos conjuntamente tres acontecimientos de primer orden en la vida de la Iglesia: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial y el día del amor fraterno. Los tres se hallan estrechamente unidos entre sí y beben de la misma fuente, que es el Corazón Sacerdotal y Eucarístico de Jesús, el cual se dispone a entregarse al Supremo Sacrificio de la Cruz por nuestra Redención.
La institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena supone un verdadero anticipo de su Pasión, porque el Sacrificio único de Cristo supera las coordenadas de tiempo y espacio. Cada vez que se celebra la Santa Misa, asistimos verdaderamente a él, así como a su Resurrección y a su Ascensión. Por eso San Ireneo de Lyon dijo en el siglo II que es el compendio y la suma de nuestra fe; y el Papa Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), nos recordó que “la Iglesia vive de la Eucaristía” y “encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (n. 1).
¡Cuánta reverencia, adoración y amor merece este Santísimo Sacramento, queridos hermanos! ¡Cómo debiéramos extasiarnos ante él! ¡Cuánto debiéramos adorarlo y pasar tiempo con Jesús Sacramentado, recibiendo de Él, Hostia Santa que se inmola por nosotros, toda la gracia que necesitamos para nuestra vida espiritual! ¡Y qué dolor pensar cómo es tratado hoy tantas veces con tan poca reverencia, con tanta falta de delicadeza, con tan poco amor! ¡Él es el verdadero Médico de los cuerpos y de las almas y parece que hoy temiéramos contagiarnos a través de él! ¡Cuando lo único de que nos puede contagiar es de su amor infinito y redentor, el mismo amor que le ha llevado a la Cruz para salvarnos!
En la Última Cena, juntamente con la Sagrada Eucaristía, Jesús instituyó el sacramento del sacerdocio ministerial, aquel por el que precisamente es posible la renovación del sacrificio eucarístico en la vida de la Iglesia y la difusión de la gracia sacramental entre los fieles. El sacerdote participa del sacerdocio supremo y único de Cristo y debe, por tanto, configurarse de lleno con Cristo, hacerse uno con Él, ser “otro Cristo”, como dijera el Papa Pío XI (Ad catholici sacerdotii, n. 30), viviendo como San Pablo “crucificado con Cristo”, porque realmente es ya Cristo quien vive en él (Gál 2,19-20).
Como afirmó San Juan de Ávila, “el sacerdote en el altar representa en la Misa a Jesucristo nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón que quien le imita en el oficio, lo imite” (Tratado sobre el sacerdocio, n. 10), motivo por el cual el mismo santo Doctor se dolía, haciendo una tremenda pregunta que a los sacerdotes nos debiera interpelar y casi estremecer: “¿Por qué los sacerdotes no son santos?” (Plática para un sínodo diocesano de Córdoba en 1563). ¡Qué deber tenemos, queridos hermanos, de ser santos y ayudar a los fieles a santificarse! ¡Qué responsabilidad tan grande recae sobre nosotros! Es hoy muy necesario rezar por la fe y la santidad de los sacerdotes.
En relación con la Eucaristía y con el sacerdocio ministerial de Jesús, también celebramos hoy el día del amor fraterno. En la Última Cena, Jesús nos dio el gran mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 15,12.17). Y en el lavatorio de los pies (Jn 13,1-15), que tristemente este año no se realizará por las condiciones establecidas por la autoridad eclesiástica para las celebraciones de la Semana Santa, Jesús nos dio un ejemplo de amor, de humildad y de servicio.
El amor fraterno nace del amor de Dios. La caridad, el amor en grado sumo, es la tercera y la más importante de las tres virtudes teologales, como nos ha dicho San Pablo (1Co 13,13). Es la única de estas virtudes que permanecerá en la eternidad y de la que principalmente se nos juzgará; como decía San Juan de la Cruz, “al final de la vida te examinarán del amor”.
Que María Santísima, la gran contemplativa que conservaba y meditaba todos los misterios de su Hijo en lo íntimo de su Corazón Inmaculado (Lc 2,19.51), nos ayude a vivir intensamente el Jueves Santo y todo este Triduo Pascual.
Precisamente, en estos días del Triduo Sacro se puede ganar indulgencia plenaria en esta Basílica con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.