Afirmaba un dicho popular que el de hoy es uno de los tres jueves del año que relucen como el sol o más que él. Ciertamente, estamos ante una de las mayores fiestas del año litúrgico, en la que celebramos conjuntamente tres acontecimientos de primer orden en la vida de la Iglesia: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial y el día del amor fraterno. Los tres se hallan estrechamente unidos entre sí y beben de la misma fuente, que es el Corazón Sacerdotal y Eucarístico de Jesús, el cual se dispone a entregarse al Supremo Sacrificio de la Cruz por nuestra Redención.
La institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena supone un verdadero anticipo de su Pasión, porque el Sacrificio único de Cristo supera las coordenadas de tiempo y espacio. Cada vez que se celebra la Santa Misa, asistimos a él verdaderamente, así como a su Resurrección y a su Ascensión.
El Concilio Vaticano II ha definido la Eucaristía como “fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11), porque ella “contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (Presbyterorum ordinis, 5). Por eso, ya explicó San Ireneo de Lyon en el siglo II que es el compendio y la suma de nuestra fe. No en balde es “el sacramento de nuestra fe”, “el misterio de la fe” (mysterium fidei), como dice el sacerdote en la celebración de la Santa Misa.
Según señaló San Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003) que nos regaló no mucho antes de su muerte: “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza” (n. 1). Y como dijo Benedicto XVI en su exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis> (2007) recogiendo la denominación ofrecida por Santo Tomás de Aquino: “Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre” (n. 1).
Por este amor infinito de Dios por cada hombre, es lógico que, al celebrar la institución de la Sagrada Eucaristía, celebremos también el día del amor fraterno. En la Última Cena, Jesús nos ha dado el gran mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 15,12.17). Además, en el lavatorio de los pies (Jn 13,1-15) que vamos a recordar a continuación con doce niños de la Escolanía representando a los doce Apóstoles, Jesús nos ha dado un ejemplo de amor, de humildad y de servicio.
El amor fraterno, por tanto, nace del amor de Dios; es la faceta de la caridad entre los hombres. La caridad es la tercera y la más importante de las tres virtudes teologales, la única que permanecerá en la eternidad y de la que principalmente se nos juzgará; como decía San Juan de la Cruz, “al final de la vida te examinarán del amor”. Y como nos ha enseñado San Pablo: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, esas tres; la mayor de ellas es la caridad” (1Co 13, 13). La caridad no es otra cosa que el amor, el grado supremo del amor, es decir, el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo y a nosotros mismos por este amor de Dios.
En fin, no habría vida eucarística en la tierra sin los sacerdotes. Hoy es también la fiesta de la institución del sacerdocio ministerial, pues Jesucristo lo instituyó en la Última Cena en las personas de los Apóstoles al darles el mandato de hacer eso mismo en memoria suya. El sacerdote participa así del sacerdocio supremo y único de Cristo y debe, por tanto, configurarse de lleno con Cristo, hacerse uno con Él, ser “otro Cristo” (alter Christus), como dijera el Papa Pío XI (Ad catholici sacerdotii, n. 30), viviendo como San Pablo “crucificado con Cristo”, porque realmente es ya Cristo quien vive en él (Gál 2,19-20).
Que la Santísima Virgen nos ayude a penetrar en los misterios celebrados el Jueves Santo y a vivir todo este Triduo Pascual con espíritu contemplativo. Precisamente, en estos días del Triduo Sacro se puede ganar indulgencia plenaria con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa. Aprovechémoslo especialmente en este año de la Misericordia proclamado por el papa Francisco.