“He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”, (Lc 22, 14), así expresaba Jesús sus sentimientos momentos antes de instituir la Eucaristía, en la que encerraba la memoria de su pasión y de su amor. Era un deseo que no había nacido sólo del contacto, casi reciente, con sus amigos los discípulos; ni es a ellos solos a quien se dirigen esas palabras. Se trata de un sentimiento que Dios venía alimentando desde que pensó en el hombre con el fin de compartir con él el juego de amistad y amor bajo el que concibió la creación y en ella al hombre.
Esa idea iba mucho más allá de una mera relación externa entre ambos. De hecho ofrecía la unión, la participación del hombre en la realidad divina, en un grado difícil de imaginar, porque incluía la imagen y la semejanza con Él, la condición de hijo adoptivo de Dios, hasta ser casi “como uno de nosotros” (Gn 3, 22), es decir, casi con la perfección de cada miembro de la Trinidad. Desde toda la eternidad el hombre ha estado presente en Dios y Dios ha amado y se ha prodigado al hombre haciéndole donación no sólo de todo lo suyo, sino de sí mismo.
Pero esta ofrenda de Dios al hombre tendría, en la plenitud de los tiempos, un coronamiento: la unión de la divinidad y la humanidad en la persona de Cristo, y la unión de la persona de Cristo al hombre mediante el sacramento de la Eucaristía. Por eso, en ese momento final de su vida, Jesús culmina el proyecto de la creación ofreciéndose en comunidad de vida, en manjar de unidad, a todos los hombres mediante la unión eucarística.
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La víspera de su pasión, antes de que los hombres le quitáramos la vida que Él quería ofrecer por ellos, Él da la vida a los hombres, la vida divina e inmortal. Desde entonces, Dios sigue dándose en comida, sigue nutriendo la vida del mundo, sigue siendo la vida y el alimento esenciales de la humanidad.
Él es el que da vida al mundo y a cada hombre, el que sostiene cada uno de sus días; el que proporciona, según la imagen bíblica, el agua y el alimento durante la travesía por el desierto de este mundo hasta la llegada a la tierra prometida, y el que nutre la mente, el corazón y el espíritu del hombre con el manjar de la verdad y de la vida espiritual que le permiten recorrer el camino interior y transitar seguro por las perplejidades de su existencia. No hay otras verdades, ni otra agua de vida, ni otro maná, ni otra mesa. Es esto lo que permite al hombre edificar una existencia auténtica.
“Soy el manjar de los fuertes, toma y come de Mí”, dicen las palabras que S. Agustín pone en labios de Jesús. Dios hizo al hombre para que llegara a ser como Dios, y le ha tratado como tal. Le ha dado su imagen y su ser. Le da la posibilidad de ser uno con Él: “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en Mí y Yo en él”. Si el sueño del hombre de ser como Dios constituyó el pecado original y es la raíz de nuestros propios pecados, lo es porque lo planteamos como una usurpación, como un derecho propio, algo asequible por nosotros mismos. Pero la Eucaristía es una de las respuestas de Dios a este anhelo que Él mismo ha sembrado en nosotros.
En la Eucaristía asistimos al más extraordinario de los gestos de Dios con el hombre. Más que los portentos que acompañaron la liberación y el éxodo de Israel por el desierto; más que Elías, arrebatado a los cielos por un carro de fuego, o que Moisés y algunos de los apóstoles que contemplaron la gloria de Dios, la fuerza de la Eucaristía nos introduce en el encuentro personal con Dios al permitirnos entrar en la participación sustancial de su divinidad y humanidad.
“Tenemos libertad, dice la Carta a los Hebreos, para entrar en el santuario” (Heb, 10 19). Libertad para penetrar en el santuario de su cuerpo como Él penetra en el nuestro mediante la Eucaristía. Él es nuestra verdadera morada, no esta tierra. Nuestra herencia no es este mundo, sino Dios mismo, en su totalidad y realidad personales, pese a nuestro empeño en perseguir la sombra de este mundo que pasa y en demostrar nuestra sumisión al tiempo en que vivimos en lugar de intentar reconducirlo a Dios.
El hombre se encuentra con Alguien que le ha salido al paso, que le ha llamado por su nombre, que le ha invitado a entrar en su morada y a sentarse a su mesa. Él no tiene sólo la condición de habitante de este mundo, sino la de amigo, hijo y heredero del creador de este mundo. En realidad, los seres son hijos de la abundancia de Dios. Pero en este mundo se le ha abierto otro horizonte, cuando Dios mismo le ha ofrecido compartir con él su vida divina en la comunión de su cuerpo y de su sangre: “Yo soy el que baja del cielo y da vida a mundo” (Jn 6, 33). Por eso, la Eucaristía es fuente de salud eterna, porque “quien coma de este pan vivirá para siempre”, o como dijo a los suyos en las palabras de despedida: “de la vida que Yo viva viviréis también vosotros”.
Vamos a repetir a continuación la acción del Señor en la última Cena al lavar los pies a sus discípulos. Todos nosotros nos debemos considerar lavados en ellos. Es un gesto que nos alcanza a todos nosotros, porque todos estamos sucios en su presencia. Pero es también un gesto de amistad en el momento de su despedida, un mensaje de amor infinito a todos los que después serían amigos o enemigos, pero que para él eran hermanos, por quienes unas horas después daría la vida. Nos lavaba con el agua, con su sangre y con la gracia, para que todos nos pudiéramos acercar a la misma mesa y participar en el mismo pan de los hijos y de los hermanos.