“Esta es Mi Carne, esta es Mi sangre, para la vida del mundo”. Hace veinte siglos resonaron estas palabras que cuando, en cualquier tiempo y lugar, se vuelven a pronunciar por boca de los ministros de Cristo, renuevan la misma realidad: cada época y cada hombre tiene servido ante ellos el ‘pan de cada día’, el Pan que sostiene la vida del mundo. Porque nuestro mundo vive y alienta no sólo gracias a la acción constante de su Creador, sino directamente a la presencia divina contenida en el pan y el vino eucarísticos. _x000D_ Debemos estar prevenidos para un momento que llegará cuando tenga lugar la máxima intensidad de la apostasía anunciada por la sagrada Escritura. Entonces se dará también máxima la acción contra la Eucaristía y contra la Cruz, porque en ellos se contiene la presencia más directa de aquello que se pretenderá eliminar: Dios y todo lo santo. Pero si el Corazón de Jesús dejara de latir en la Eucaristía porque ésta fuera abolida, dejará de latir en el mundo, y el mundo y el hombre se extenuarán hasta el… colapso. “Él es el que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn 6, 33): fuera de ella todo se extingue.
En la Eucaristía Jesús es el Pan de la vida; para todos, para siempre. Nuestra vida es Dios y está en Dios. Por Él vivimos y existimos. De Él recibimos la existencia, en Él la alimentamos, en Él está la garantía de un vivir pleno y eterno, de la inmortalidad perenne. Todo lo que es vida auténtica en este mundo y todo lo que es promesa de vida inmortal, procede únicamente de Él. Esta es la evidencia que se desprende del misterio de la Eucaristía. Pero ¿por qué son tan pocos los que se acercan a este Pan o los que lo hacen sin las debidas condiciones? ¿Por qué compartimos todos los alimentos imaginables excepto los de la Mesa del Señor, los de su Cuerpo y Sangre, los de su Palabra, los de su amistad y su amor? Porque creemos que lo podemos sustituir por otros manjares, porque nos hemos puesto nuestra propia mesa, aunque comprobemos que esa mesa está hoy vacía, o llena de bagatelas que se esfuman a cada instante.
Pero hablar de la Eucaristía y del altar en que se celebra o en que se custodia, nos lleva a recordar a aquellos que, llamados por Él, comparten el sacerdocio de Cristo, aquellos a los que se les dijo: “dadles vosotros de comer” (Mt 14, 16). Hoy es el día del sacerdote, porque fue en esta noche de la cena cuando se dijo a los apóstoles: “haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19; 1Cor 11, 24) Sin ellos no tenemos Eucaristía, ni sacramentos, ni vida en Dios. Ellos son nuestros mediadores directos con Él. Pero, ¿quiénes son los sacerdotes para el pueblo de Dios?
En primer lugar, ellos son una parte de nosotros; han salido de nosotros, de nuestras familias, de nuestros pueblos y ciudades, conviven entre nosotros, participan de nuestras alegrías y de nuestras lágrimas porque ellos también tienen las suyas, y nos acompañan en el itinerario de nuestra vida, si es que no les alejamos de nosotros. _x000D_ Ellos nos han abierto y nos acompañan por el camino de nuestra vida sobrenatural, nos han introducido en la Iglesia, nos permiten participar en todas las riquezas del misterio de Cristo, nos hacen presente a Dios cuando nos imparten los sacramentos, siguen nuestro trayecto desde la cuna al sepulcro para que Dios pueda estar siempre presente en los hitos más importantes de la nuestra vida. Ellos son la presencia visible de Dios entre los hombres y nuestros mediadores ante Él.
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Ellos nos han llevado a la mesa de la vida, al Pan y al Vino en los que Dios se da en alimento sustancial a los hombres, y nos han nutrido de lo sabroso de Su casa, según la expresión de la Escritura, a nosotros que, mucho más que hijos de la tierra, somos hijos de Dios. Esa condición de hijos de Dios que es la primera que debe estar en nuestro pensamiento, la primera que hemos de cultivar y fortalecer como nuestra máxima riqueza, algo que nadie nos puede arrebatar cuando tal vez nos han desposeído de todo lo demás._x000D_ El designio de Dios ha hecho que Él necesite del sacerdote para llegar hasta nosotros y para que nosotros lleguemos a Él. Pero también ellos nos necesitan a nosotros. Necesitan que nuestra oración acompañe su entrega, su servicio y su fidelidad. Una oración que obtenga para ellos el mejor cumplimiento de su misión: la de seguir siendo nuestros padres en la fe, la de guiarnos con certeza en medio de la confusión que nos envuelve por todas partes, ellos a los que se ha entregado la llave y el secreto para conducir los pasos del hombre por el camino de su verdadero destino.
Para que esa oración les acompañe en un tarea tan decisiva como la de ayudarnos a discernir la verdad y el bien inequívocos tal como Dios los ha mostrado al hombre a través de su palabra y de su vida, y así saber reconocer el orden establecido por Dios para orientar rectamente la existencia personal y colectiva y cuanto se refiere a nuestra vida presente y futura.
De ellos esperamos que nos den el agua viva que sacie la sed de los sedientos de verdad y el pan que satisface el hambre de Dios, escondida en el corazón de los hombres. Esperamos que nos purifiquen de nuestros pecados y nos conduzcan a Dios, ellos que tiene el poder, único en la tierra, de atar y desatar (…). Que en su palabra y en su vida resuene para nosotros el auténtico Evangelio de Cristo.
Pedir que su ministerio sacramental y de la palabra, con los que renuevan de continuo para el mundo el misterio de la salvación, produzca también en ellos una renovación incesante. Pudiera ocurrir que su entrega agotadora al servicio de los hombres, y el contacto incesante con un mundo alejado de Dios, debilite de algún modo su energía en la transmisión de la fe y el vigor de su vocación. De ahí la necesidad de sostenerles en su esfuerzo y fatiga, y de conseguir para ellos abundancia de gracia y de fortaleza, para que también ellos sean santos.
El sacerdote, dotado de la gracia y del magisterio de Cristo y de la Iglesia, es uno de los pilares más sólidos y conductores máximos de la sociedad humana, en la que deposita el mensaje y la vida de Dios. Él es el primer llamado a ser luz en la casa de Dios, y sal en el pueblo de los hombres.
Ellos son nuestros pastores, bajo la obediencia al Pastor de los pastores, Cristo, y a su Vicario en la tierra, el Sumo Pontífice. Pidamos para el recién elegido que sea un Papa según el Corazón de Cristo, que sea fuerte y luminoso en la Fe para que la transmita a la Iglesia y al mundo, y nos guie en el conocimiento de Cristo con la firmeza de los Apóstoles, de los mártires y de los confesores que han sido testigos de esa Fe en todos los tiempos. Que él esté en la vanguardia para, como decía Benedicto XVI en su último Angelus, “no tengamos miedo de afrontar, también nosotros, el combate contra el espíritu del mal”.
Cristo inauguró su Iglesia con el Sacrificio perpetuo instituido en esta tarde del Jueves Santo y culminado con su muerte en la Cruz. Pidamos para que nadie intente desfigurar o abolir este Sacrificio. Porque en él está la razón por la que el mundo subsiste.