Hermanos amados en el Señor: La liturgia de este domingo es ya un anticipo de la Navidad. Una fiesta tan grande rebosa en los días anteriores y posteriores en la liturgia. No sólo nos proporciona luz sobre el misterio, sino también sobre nuestras actitudes para poder participar de ese misterio tan grande del amor de Dios a los hombres, que llega a hacerse uno como nosotros para salvarnos.
La noticia que comunica el ángel Gabriel a María de que su prima Isabel en su ancianidad ha quedado embarazada, además de suscitar en María el deseo de ayudarla, a pesar de todos los peligros y esfuerzos que comportaba para ella un viaje tan largo por las montañas, también va a suponer una confirmación en su itinerario de fe. María ha de superar las dificultades que como persona humana tiene para creer. Se fía totalmente del Señor, se encamina a prisa por la montaña movida por la caridad, pues Isabel es anciana y lleva seis meses embarazada. Necesitará ayuda sin dudarlo. María va con esa idea fija. Pero también siente el alivio de que Isabel es la señal que le ha dado el ángel de la prueba de que su entrevista con Gabriel no es una imaginación. Cree, pero ante la imposibilidad de poder compartir con alguien un secreto tan profundo va a comprobar esa señal indirecta de su propia maternidad. María no duda, pero tampoco desdeña el signo que se le ofrece. ¿Sabemos nosotros leer los signos de Dios en nuestra vida colectiva y personal, o miramos a otra parte para no enterarnos de sus mensajes, que sin embargo pueden ser decisivos para nuestra salvación o la de otras personas a las que podríamos ayudar?
María ha sido llena plenamente de la gracia y hay una palabra en el anuncio del ángel que revela el reverbero humano de esa plenitud de gracia, la alegría: “Alégrate llena de gracia.” María se ha dejado hallar por Cristo. Sabía el Señor que iba a aceptar la gran responsabilidad de convertirse en Madre del Mesías. Ese dejarse hallar la convierte en testigo no sólo fidedigno, sino en signo eficaz que transmite, y por eso apenas se encuentra con Isabel Juan Bautista todavía en el seno de su madre salta de alegría. ¿Son nuestras actitudes, nuestra vida fuente de alegría para los demás o damos lugar a la amargura, a la desesperanza y al desánimo? Si fuera así, ya sabemos el remedio, no podemos permanecer alejados del Señor, pues repercutirá en los que nos rodean; no podemos permitir que los demás permanezcan alejados por nuestra falta de la alegría espiritual que brota de habernos dejado hallar por el Único que da sentido a nuestra vida y la llena de esperanza.
El autor de la carta a los Hebreos nos dice que Jesús cuando entró en este mundo dijo: “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Y añade que todos “quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre”. El sacrificio del Unigénito del Padre hace eficaces hasta los sacrificios de animales del Antiguo testamento, que de por sí no tendrían valor ninguno. Pero, además, nosotros podemos unirnos a ese sacrificio tan eficaz y hacer que nuestros sacrificios, como hizo María al asistir a su prima, llevada del impulso de la vida nueva que le comunicaba Cristo ya presente en su seno, logremos entregarnos a servir a todo el que podamos. Es una ofrenda del propio cuerpo no en sacrificio cruento, sino en una entrega caritativa y cotidiana cuyo primer fruto que sepamos fue la santificación de Juan Bautista y el convertir a Isabel en profetisa al proclamar a María “Madre de mi Señor.”
En la primera lectura hemos escuchado que el Mesías que nacería en Belén “será nuestra paz.” Profecía que se cumple también cuando los que nos llamamos cristianos, e incluso aquellos que no lo son nominalmente, pero que son capaces de seguir los dictados de la ley natural impresa en su corazón, somos portadores de Cristo. Somos vivo reflejo, aun con nuestras opacidades y contradicciones en tantos momentos, cuando nos esforzamos en vivir en estrecha unión con el Señor por la fe, esa vida de fe que se traduce en oración constante y confiada, y por la caridad. Hoy, como cada día de nuestra vida, se nos ofrece la oportunidad de votar como cristianos, de escuchar la voz de Dios en nuestro corazón y no dejarnos llevar de cálculos interesados que no miran más que los resultados económicos, a los que nuestra naturaleza corporal es muy sensible, pero hemos de percibir los reclamos mucho más profundos e importantes de nuestro corazón y hasta de la sociedad que nos reclama seamos luz en medio de tanta confusión, que demos signos inequívocos de poner a Dios y su ley en el centro de nuestra vida, en vez de dejarnos arrastrar por la mayoría, por lo que dicen los medios de comunicación o la gente en la calle, y no lo que el Espíritu Santo nos inspira, aunque vaya a contracorriente del pensamiento único que se nos quiere imponer tan sutilmente cuando no nos esforzamos en escuchar la voz de Dios. ¿Seremos capaces de defender el don de la vida negando nuestro voto a los partidos que no la defienden? ¿Daremos testimonio de Cristo, que haciéndose hombre nos reveló que fue quien Dios nos creó hombre y mujer, y, en consecuencia, oponernos con nuestro voto a los partidos que propagan la ideología de género?
Hagamos eficaz una vez más el sacrificio de Cristo en esta Eucaristía que lo actualiza, pero que junto a la ofrenda del pan y del vino hemos de inmolarnos nosotros y tener muy presente que no estamos en este mundo para hacer nuestra voluntad, sino que debemos luchar por vivir según la voluntad de Dios. Hemos de ver como voluntad de Dios todo lo que Dios permite suceda en nuestra vida, pero también hemos de discernir qué es lo que Dios desea que hagamos en este momento de nuestra historia.
La santísima Virgen es nuestra principal Abogada, pero también los Beatos mártires enterrados en esta basílica están deseando obtener gracias abundantes si se las pedimos. Pidamos la fortaleza que ellos tuvieron para defender nuestra fe en esta etapa de la historia, la de la apostasía generalizada.