Hermanos: En este domingo ya se respira un aire navideño. Se confunde ya casi la preparación con la fiesta de Navidad. Lo importante es que en esta celebración del Nacimiento de Cristo, los festejos externos que se hacen en estas fechas, las luces, los regalos, el consumismo, que ha logrado que sea la Navidad uno de sus epicentros, no ocupen el lugar de lo que es esencial en la Navidad, y que está expresado muy bien en lo que el ángel anuncia a los pastores: “Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. El centro insustituible para nosotros no deben ser las costumbres sociales propias de estos días, los adornos que ponemos para recordarnos el gran acontecimiento, y mucho menos algunas de estas costumbres navideñas, que aunque son perfectamente admisibles cuando son comedidas, pueden transformarse en el el único motivo de la fiesta por falta de interioridad: me refiero a las comidas, los regalos, los viajes, las vacaciones y hasta los excesos que se cometen en estas fiestas y que deberían avergonzarnos a todos pues no pocos seres humanos como nosotros se degradan y pisotean su dignidad humana y más aún su condición sagrada de hijos de Dios. No podemos decir que este triste panorama no nos afecte.
Frente a esta realidad de nuestros días nosotros tenemos el privilegio de haber acudido hoy a la santa Misa para prepararnos a aprovechar las gracias inmensas de la celebración cristiana de la Navidad. Contemplando estos días una fotografía de un belén artístico precioso por las figuras tan bien talladas y decoradas magistralmente, de pronto caigo en la cuenta de que el artista ha modelado a sus personajes, a María, José y los pastores, con los ojos bajos, casi cerrados. No se puede saber de qué color y forma son sus ojos, pues lo que destaca es que sus párpados están solo entreabiertos mirando al niño entre pajas en el suelo. Los grandes pintores y músicos han utilizado recursos muy ingeniosos para acercarnos un poco al misterio. La lección del tallista del belén está bien clara: el centro es Jesús recién nacido y no debemos mirar a otra parte o distraernos mentalmente si queremos beneficiarnos de estos días de gracia. Tenemos que entrar en relación personal y de amistad con Jesús. Tenemos que contemplar en silencio el designio amoroso de Dios que san Pablo nos ha recordado en la segunda lectura que “permaneció siglos en secreto y ahora se nos ha manifestado en la Sagrada Escritura […] para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe.” A partir de ahí brota, por la acción del Espíritu Santo, la alabanza, la acción de gracias por venir a salvarnos, el dolor de haber sido tantas veces impermeables a su gracia y un sin fin de cosas que tendremos que admirar y cantar de gozo ante tan gran misterio.
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La piedad cristiana no ha permanecido indiferente ante el contenido tan maravilloso del Evangelio que se ha proclamado de la Anunciación a María. Se la denomina Anunciación por porque es el anuncio de una gracia muy singular, un anuncio trascendente para toda la humanidad. Y esa consideración incansable en el corazón ha dado lugar a que muchos artistas hayan pintado esta escena tantas veces, que es quizás el motivo histórico más recurrente de toda la pintura junto con la crucifixión de Jesús. Pero mucho más destacable es el rezo del Ángelus. Una oración que multitud de cristianos han meditado cotidianamente al comienzo, al mediodía y al atardecer sin que les pareciese tedioso este ejercicio espiritual, pues han considerado que se trata de un misterio decisivo para nuestras vidas. Los monjes cartujos añaden una cuarta vez en su vigilia nocturna.
La oración del Ángelus tres veces al día, o al menos una al mediodía, que suele ser lo más extendido, cuando suenan las doce, es un resumen muy provechoso de los misterios de la Redención, la obra maravillosa que supera en grandeza a la obra de la Creación. Quienes rezan esta oración meditan, alaban y agradecen a la Santísima Trinidad el designio de salvar al hombre caído en pecado, cuando dicen: “El ángel del Señor anunció a María y Ella concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.” En la segunda invocación: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” agradecen a María su sí incondicional a la Voluntad de Dios, pero en realidad Ella refiere las alabanzas y nuestra gratitud a Dios autor de la gracia que la hizo fiel. En la tercera se dirige nuestra admiración contemplativa a la obra del Hijo: “Y el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”. Le agradecemos la obra de la Redención no sólo al Hijo, sino a las tres divinas Personas, pues sabemos que es obra de la Trinidad, aunque atribuida principalmente al Hijo. Y en la oración hay una referencia más explícita al misterio pascual de la muerte y resurrección: Le pedimos al Padre que “los que hemos conocido por el anuncio del ángel la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, lleguemos por los méritos de su Pasión y su Cruz a la gloria de la Resurrección.”
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Tenemos que rescatar esta oración del olvido de otros muchos cristianos, pues es poner cada cosa en su sitio. Y no pensemos que es un simple recuerdo; es un vínculo de amor el que se establece entre las Personas divinas, la Santísima Virgen y nosotros. Se suele decir de algunos: “Esta es una persona que tiene la cabeza bien amueblada.” Queremos expresar con ello que es una persona sensata que no se ha dejado arrastrar por atractivos y pasiones humanas desordenadas y rige su vida con sensatez. Pues el rezo del Ángelus nos ayuda a algo mucho más importante: a ser hijos de Dios que saben de dónde procede la máxima dignidad del hombre, la de estar llamado a la comunión con Dios y por ello no se cansan de agradecer y alabar ese plan misericordioso de Dios. Y más todavía. Saben que esa oración que parece que se han propuesto ellos hacer cada día, no procede de impulso humano, sino que es inspiración y obra del Espíritu, pues Jesús nos ha enseñado: “Sin Mí no podéis hacer nada”. En realidad es ponernos conscientemente en sintonía con Dios que rige nuestra historia y la hace trascendente. Es salir del engaño a que nos conduce el mundo por sí mismo, para decirnos a nosotros mismos: ni en los periódicos ni en los medios se nos recuerda este hecho trascendental de la historia, nuestra Redención, es la primera gran noticia que no debo olvidar y agradecer cada día, pero a mí me ha concedido Dios “conocer el misterio escondido durante siglos eternos y manifestado ahora” (Rom 16,26) y lo agradezco con sumo gusto.
El misterio de la Encarnación no lo celebramos sólo el día 25 de diciembre, lo estamos celebrando en nuestro corazón todos los días, pero sobre todo en la Eucaristía. Ahora se actualiza tan gran misterio al conmemorar sacramentalmente el sacrificio de Cristo en la Cruz y su resurrección. Hagamos todo lo posible por vivirlo ahora y muchas veces cada día y veremos cómo se transforma nuestro corazón y se hace más sensible a las necesidades ajenas, cómo se hace más amable nuestro trato con los demás, cómo va atenuándose ese egoísmo tan arraigado en nosotros, pues esta sencilla oración hecha con el corazón nos irá cambiando sin darnos cuenta.