Hermanos amados en el Señor: Jesús se hace presente en esta asamblea de su pueblo congregado por su Palabra para celebrar su sacrificio en la Cruz, que se actualiza aquí y ahora en la Eucaristía. Nos lo ha dicho el Señor en su Palabra que se ha proclamado: “Dad gracias a Dios en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto a vosotros.” La Eucaristía significa Acción de gracias. La Eucaristía es la Acción de gracias por excelencia de la que sacamos fuerza para obedecer los impulsos del Espíritu. El Espíritu nos guía para ir descubriendo en los acontecimientos diarios, en el prójimo, en la actualización litúrgica de los misterios salvíficos, la presencia de Cristo hasta que se consume la salvación con el retorno de Jesús. Nos ha tocado vivir este final de los tiempos que no hay que confundir con el fin del mundo, sino que se refiere al establecimiento del Reinado de Dios aquí en la tierra, que ha quedado desfigurada por el pecado. Anhelamos la recapitulación de todas las cosas en Cristo. Ese “venga a nosotros Tu Reino”, del Padre nuestro, o sea el Reinado de Cristo de paz, de justicia y amor. Un anhelo que supera las fuerzas humanas. Un anhelo que solo el Espíritu de Dios puede llevar a cabo con ese poder de hacer todas las cosas nuevas en Cristo. Pero para ello hemos de pasar por la gran prueba escatológica de la que habla el Catecismo de la Iglesia, “La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (Cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (Cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (Cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (Cf. 2 P 3, 12-13)”. [CatIC 677]. En el bautismo, y sobre todo en la Confirmación fuimos sellados en el Espíritu, para ser fieles a sus inspiraciones. El Catecismo proféticamente nos asegura que si somos fieles seremos protegidos en la prueba: “Este sello del Espíritu Santo, marca la pertenencia total a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero indica también la promesa de la protección divina en la gran prueba escatológica (Cf. Ap 7,2-3; 9,4; Ez 9,4- 6)” [CatIC 1296]. Y como no sabemos cuando todo esto tendrá lugar siempre hemos de estar preparados. Estar preparados significa que nuestro objetivo primordial en la vida ha de ser no perder nunca la gracia de Dios. Podemos caer una y mil veces, pero siempre hemos de tener esa inquietud sana de vivir reconciliados con Dios y arrepentirnos de corazón si hemos pecado, prometiéndole al Señor que nos confesaremos en cuanto nos sea posible. Esto es vivir en la verdad. Todos somos pecadores, pero si somos humildes y reconocemos nuestro pecado y nos arrepentimos y nos acercamos al sacramento de la penitencia estaremos preparados en lo fundamental. Pero si nos engañamos diciendo que no hay que ser escrupuloso o fundamentalista o cualquier otro calificativo acomodaticio para adormecer nuestra conciencia, entonces no estamos viviendo una vida en Cristo. No somos sarmiento de la vid que es Cristo. Somos una rama seca que no da fruto. Y sin ese permanecer injertados en Cristo no llevamos vida verdadera. Pero el Catecismo nos asegura que si pertenecemos a Cristo recibiendo su gracia por los sacramentos y estando a su servicio seremos protegidos en la prueba escatológica.
San Juan Bautista no quiso vivir en el engaño de hacerse pasar por el Mesías. Su gloria, lo que daba sentido a su vida, era ser: “la voz que clama en el desierto: allanad el camino del Señor”. Su mensaje estaba en continuidad con los profetas. Y hace referencia a las palabras de Isaías. San Pablo nos ha advertido seriamente: “No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía.” Dios ha dispuesto que siempre haya profetas que nos recuerden las verdades sustentantes de la fe y que anuncien los correctivos que ha de enviarnos si nos apartamos del camino de sus mandamientos. Hay profetas falsos, siempre ha sido así. El deber de los pastores es estudiarlos, teniendo en cuenta que si desprecian las profecías verdaderas comprometen la salvación de los fieles. Dios no niega la luz al que acude a Él con sencillez. Hay que pedir a Dios por nuestros pastores para que no caigan en la tentación de dulcificar el mensaje de Jesucristo para gozar de popularidad y no tener que sufrir las protestas de los que no quieren abandonar su vida de pecado.
La Navidad ya cercana exige de nosotros no plegarnos a los mensajes consumistas en los que nos sumerge por todas partes esta sociedad rebelde a Dios. Por todos los medios posibles quiere el mundo marcar las distancias con Dios vaciando de contenido la venida de Cristo, que es sin duda, la mejor y más grande noticia que se puede dar al hombre de todos los tiempos. Ahora nos quieren obligar a que lo consideremos una vergüenza. Y lo realmente vergonzosos es que nos dejemos arrebatar nuestra fe y no seamos capaces de proclamar de palabra y con la vida, como Juan Bautista y tantos otros, que el Bautismo de Jesús nos ha hecho HIJOS DE DIOS. Y estamos orgullosos de serlo y queremos serlo de verdad y no solo de nombre. A partir de ahora decir esto va a ser motivo de persecución a muerte. Ya es una muerte civil lo que provoca confesar claramente sus enseñanzas en aquello que más le duele al mundo opuesto a Dios en su proyecto de ingeniería social: borrar en el hombre la huella de Dios, la pertenencia a Dios. Tenemos que confesar que hemos caído tantas veces ingenuamente en su trampa y les hemos seguido el juego viviendo una vida en pecado como si no pasara nada. Adaptando las modas que nos ha traído esta cultura de la muerte. Hemos dejado envilecer nuestro cuerpo y nuestro espíritu aceptando sus nuevas costumbres opuestas al camino que Jesús nos ha enseñado y que los santos lo actualizan de modo heroico, para que sean ejemplo y motivación para nuestro vivir como cristianos. Nos hemos desgajado del tronco de Cristo: vid portadora de la savia de vida eterna. Nos alimentamos de la savia mortífera de este mundo infernal en tantos ámbitos de nuestro vivir cotidiano.
Despertemos queridos hermanos, tomemos fuerza en la comunión con Cristo que hace vivo y actual su sacrificio en la Cruz en esta Eucaristía. No dejemos de avivar la presencia de Cristo en nosotros acercándonos a adorarle en tantos sagrarios abandonados, porque Él está viniendo siempre que le llamamos con nuestro amor. Estando con Él nos sacará de nuestras dudas y desengaños, disipará los miedos que el enemigo de Dios siembra en nosotros en cuanto le dejamos una brecha abierta. El mal espíritu se introduce por el descuido en no vivir el Evangelio y distanciarnos de sus palabras de vida eterna. Pero a los que no se avergüenzan de llamarse y de comportarse como hijos de Dios y se esfuerzan en conocerle y son constantes en orar y vivir alegres en el seguimiento de Cristo serán bendecidos eternamente. María, la Bienaventurada Madre de Jesús y nuestra, allanará nuestro camino. ¡Cuántas familias han hallado la paz que no lograban por otros derroteros, cuando empezaron a rezar el rosario en familia! ¿Por qué no hacemos todos la prueba? Quizás cueste al principio, pero no podemos cederle ya más terreno al enemigo. Empecemos la lucha por nuestra familia. Oremos juntos y confiemos en el Señor y no seremos defraudados.