Queridos hermanos:
Durante este tiempo de Navidad la Iglesia nos invita a tomar conciencia del acontecimiento central de la Encarnación, contemplando a Jesús recién nacido. Hacedlo con toda sencillez, sin pretender buscar elevadas reflexiones o elaborar demasiados razonamientos. Se trata sobre todo de llenarse de una presencia, de estar ante Él en silencio, en pobreza y humildad de corazón, adorándole y permaneciendo a su lado con amor y con inmensa gratuidad. Es ésta la mejor actitud con la que podemos presentarnos ante el niño Jesús. Él está aquí: ¡Jesús se encuentra en medio de nosotros, es «Dios con nosotros»! No habla, no actúa, no puede pronunciar palabras que nos iluminen, no sabe hacer nada útil; simplemente está. Y esto es lo que importa: que haya venido a estar entre nosotros. Permanecer ante él puede convertirse en una plegaria fecunda y provechosa para nuestra alma, en fuente de paz y de gozo, porque el niño Jesús cambia el corazón de quien lo contempla y lo adora, otorgándole un corazón de hijo de Dios.
El pasado domingo, dentro de la octava del Nacimiento del Señor, contemplábamos a la familia humana de Jesús. Resulta conmovedor ese realismo con que el Hijo de Dios se ha insertado en nuestra historia: Jesús se encuentra con nosotros, aceptando desde el principio los inconvenientes de una existencia pobre; ha tomado sobre sí toda nuestra debilidad e impotencia. Lo cual constituye un testimonio de amor verdadero: «Tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos», subraya la Carta a los Hebreos. San Lucas por tres veces escribe que el niño fue depositado en un pesebre que se utilizaba para los animales. Este detalle apunta la extraordinaria precariedad de su primera situación en la tierra.
La liturgia de hoy, por su parte, está centrada en nuestra relación con Dios: una relación que se ha vuelto verdaderamente estrecha, íntima, muy bella, mediante la Encarnación de Jesús. El Prólogo del evangelio de san Juan manifiesta que la Palabra de Dios es el Hijo unigénito de Dios, que se ha encarnado: «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». Por consiguiente, existe una unión estrechísima entre la Palabra y Dios. Y al final del Prólogo se llama a la Palabra «Hijo único». La Palabra no es, por tanto, una criatura, sino una persona divina; es «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero» como confesamos en el Credo (A. Vanhoye).
Esta persona divina se ha encarnado verdaderamente. De este modo, ahora, para orientar nuestra vida, no sólo disponemos de una ley o de una institución, sino de una persona que ha asumido una naturaleza como la nuestra. Por eso Jesús se ha hecho camino para nosotros. Los ejemplos de su vida entre los hombres son verdadera norma de conducta, senda por la que caminar seguros hacia Dios y hacia la felicidad eterna. Desde que Jesús se ha hecho camino y se ha considerado siervo («Yo estoy entre vosotros como el que sirve», dirá), nuestra vida cristiana encuentra en el servicio a Dios y al prójimo uno de sus núcleos más fuertes y fecundos. El camino del servicio sencillo, alegre y discreto está en la base de nuestra espiritualidad. Si llegamos a gozar de ser servidores tendremos alegría permanente A la beata Teresa de Calcuta le gustaba decir que el fruto del silencio es la oración, el fruto de la oración es la fe, el fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio y el fruto del servicio es la paz. En la realización del servicio de amor, que cada uno realiza según su vocación y carisma, podemos tener presente también la frase atribuida a san Ignacio de Loyola: «Trabaja como si todo dependiera de ti, sabiendo que todo depende de Dios». Se trata de la indiferencia: haz las cosas lo mejor que puedas, pero recuerda que eres sólo un servidor, así que deja que las cosas fructifiquen por sí mismas. Deja a Dios hacer su trabajo.
Ahora bien, el Hijo único de Dios, que acampó entre nosotros, no nos ha reducido a una servidumbre sin horizontes. Es Él quien nos da la posibilidad de llegar a ser hijos adoptivos de Dios. Nosotros no somos dioses como lo es Jesús, pero participamos de una manera profunda en esta filiación de la Palabra encarnada. Dice san Juan: «A cuantos recibieron [la Palabra] les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre». Ése es el objetivo de la Encarnación: el Hijo único de Dios se ha hecho hombre no sólo para estar entre nosotros, sino para ser precisamente uno de nosotros e introducirnos en una relación íntima con el Padre celestial. Jesús nos trae esta adopción filial y nos confiere una dignidad extraordinaria. Acojamos y agradezcamos este magnífico don.
En vísperas de la gran solemnidad de la Epifanía, tomemos conciencia de la única seguridad en la que podemos apoyarnos: la seguridad de ser amados por Dios, de amarle y amar a todos. Las cosas materiales, los regalos están bien en la medida en que son un gesto de amor y apertura hacia los demás. Pero no nos quedemos ahí. Dios mismo quiere entregársenos como don supremo, el único don que puede saciar nuestra sed de felicidad, de dicha en plenitud. Al mismo tiempo no deja de llamarnos para anunciar la persona de Cristo, convirtiéndonos así en don para los demás. Que nuestra meditación de este gran misterio se traduzca en servicio, en disponibilidad, en testimonio de Jesús hecho hombre por amor a nosotros.
Que por la intercesión maternal de la Virgen María gocemos de los bienes de esta vida como don de lo alto y que agradezcamos siempre el abajamiento del Verbo encarnado que se ha hecho camino y nos ha alcanzado la gracia de ser hijos de Dios.