Queridos hermanos en Cristo Jesús:
La lectura del texto evangélico de San Lucas que hemos escuchado (Lc 3,1-6) nos ha hablado de la predicación de San Juan Bautista como Precursor del Salvador, conforme a las profecías del Antiguo Testamento, muy en especial cumpliendo la misión de Elías (cf. Lc 1,17) y las palabras de Isaías que ha citado el evangelista (Is 40,3-5). En efecto, San Juan Bautista viene delante del Mesías anunciando su próxima venida, exhortando a prepararle el camino y disponiendo al pueblo de Dios a la fe en Él, increpando la impiedad y los pecados e invitando a la conversión. Su voz grita en el desierto, porque a él se retiró en actitud penitente y porque el desierto simboliza también de algún modo el mundo desolado que tiene que transformarse en un vergel con la llegada de Cristo. Nosotros, en este tiempo de Adviento, deberíamos hacer también un desierto de silencio en nuestro corazón para, dejando a un lado todo lo que nos atosiga y nos descentra, poder escuchar con claridad la voz que clama anunciando la venida de Cristo e invitándonos a la esperanza, que es una de las características fundamentales de este tiempo litúrgico.
San Juan Bautista fue el Precursor inmediato del Salvador. Por eso es el gran Profeta -“y más que profeta”, según dijo el mismo Jesús (Lc 7,26)-, que nos prepara en el Adviento para su Natividad. Él ha proclamado la primera venida de Cristo, que celebraremos en la Navidad, pero también nos prepara para su segunda y definitiva venida al final de los tiempos. Ciertamente, el Bautista le ha precedido “con el espíritu y fortaleza de Elías” (Lc 1,17), pero Elías además habrá de volver antes de la segunda venida de Cristo, como profetizó Malaquías (Mal 4,5-6) y han resaltado los Padres de la Iglesia, entre ellos San Agustín, para lograr que el pueblo judío por fin crea en el verdadero Mesías (De civitate Dei, XX, 29).
En el tiempo de Adviento meditamos la primera y la segunda venidas de Cristo. La primera se inició con su Encarnación en las entrañas de la Santísima Virgen María y culminó con su Resurrección y Ascensión a los Cielos después de su Muerte redentora en la Cruz. La segunda tendrá lugar al final de los tiempos y en ella volverá en gloria y majestad como Rey y Juez supremo, derrotando para siempre al diablo y al anticristo. A ella se ha referido San Pablo en el texto de la carta a los Filipenses que hemos leído (Flp 1,4-6.8-11) al mencionar “el día de Cristo Jesús”. Y de la nueva Jerusalén de gloria que llegará entonces para los santos nos ha hablado por su parte la lectura del profeta Baruc (Bar 5,1-9).
San Bernardo de Claraval, al comentar las realidades del Adviento, incidió además en otra venida de Cristo, que él llamó “intermedia” (medius adventus) entre la primera y la segunda o definitiva. En esta venida intermedia, que es espiritual y latente, los fieles al Señor lo ven en lo hondo de ellos mismos y Cristo es así el descanso y consuelo del alma. El Doctor cisterciense fundamenta esta venida en las palabras de Jesús: “Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23) (San Bernardo, Sermones de Adviento, serm. 3º, 5º y 6º).
En verdad, Jesucristo, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, está anhelando que le abramos las puertas de nuestra alma y de nuestro corazón para visitarnos y habitar dentro de nosotros mismos. En el libro del Apocalipsis, donde con mucha frecuencia avisa acerca de su segunda venida: “vengo pronto”; dice también hermosamente unas palabras que podemos aplicar a la venida intermedia a nuestra alma: “Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
El Señor tiene muchas maneras de visitarnos, que serán para nuestro bien siempre que las sepamos aprovechar. Como dijo otro abad cisterciense del siglo XII, San Elredo de Rieval: “Nos visita a través de la prosperidad; nos visita a través de la adversidad. Nos visita cuando somos tentados; nos visita cuando somos consolados. Nos visita por secreta inspiración; nos visita con palabras exteriores. Nos visita por las Escrituras; nos visita por los Sacramentos. Y todo esto redunda en salvación para los buenos y en perdición para los malos” (Sermón en la Fiesta de Todos los Santos, 4).
Si sabemos acoger las visitas de Cristo en nuestra vida y mantenernos en gracia de Dios, arrojando lejos de nosotros el pecado mortal, haremos posible su venida a nuestra alma, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, que esto es la “inhabitación trinitaria en el alma”. Entonces, a pesar de las tribulaciones y las pruebas, que comprenderemos como visitas del Señor, seremos capaces de vivir una profunda alegría interior, como la de la Jerusalén renovada de que nos ha hablado Baruc, como la que ha resaltado el salmista (Sal 125) y tan bellamente han cantado los niños de la Escolanía y como aquella a la que se ha referido San Pablo: “Hermanos: siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría” (Flp 1,4).
Abramos nuestra alma a la venida de Jesucristo. No deseemos otra cosa más que conocerle y amarle, seguirle e imitarle. No existe mayor ciencia que el conocimiento de Jesucristo, el conocimiento de Dios y del hombre en Jesucristo, porque Él es nuestro único Maestro, según sus propias palabras (Mt 23,10). Con razón ha dicho San Buenaventura que “Cristo es la fuente de todo recto conocimiento, porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida” (cf. Jn 14,6; Christus, Unus omnium Magister, 1). No queramos sino configurarnos con Cristo para vivir por siempre con Él junto con el Padre y el Espíritu Santo. Grabemos esas palabras del Beato Pablo Giustiniani, reformador de los ermitaños camaldulenses: “Mi libro debe ser Jesucristo. Libro escrito por completo con su preciosa Sangre, precio de mi alma y de la redención del mundo. Libro de cinco capítulos que son las cinco llagas del Salvador. Yo no quiero estudiar más que a Él y lo demás únicamente en la medida en que le comenten. Pero es un libro que se debe leer en un profundo silencio”.
Con María Inmaculada, Patrona de España, meditemos en nuestro corazón las enseñanzas de su divino Hijo (cf. Lc 2,19.51).