Muy queridos hermanos:
El inicio del Adviento está marcado por la exhortación del Señor a la vigilancia. «Velar» era la palabra que condensaba el mensaje central del pasado domingo. Se trata de una actitud que en la Biblia adquiere diversos sentidos o motivaciones: Jesús habla del dueño de la casa que pasa la noche en vela cuando teme que venga el ladrón. La suya es la vigilancia de la cautela, de la precaución. A su vez, el siervo que espera a su amo, desea que éste al llegar le encuentre en su puesto de trabajo, para que no parezca un vago, un inepto o un hombre disipado; ésta es la vigilancia de la fidelidad. Por último, está la actitud de la esposa que aguarda al esposo, evocada sobre todo en el Cantar de los Cantares. La mujer espera al amado de su corazón y su vigilancia es la del amor (cf. C. M. Martini). La vigilancia que se nos pide en este tiempo es la síntesis de estas tres actitudes: precaución, fidelidad y amor.
En este segundo domingo de Adviento, es la metáfora del “camino” la que ocupa el centro de la liturgia de la palabra. Se nos habla de un camino; un camino que sobre todo hay que preparar, porque a través de él viene el Señor a nuestro encuentro. Ese camino está representado, en la primera lectura, por el retorno que el pueblo de Israel se dispone a emprender desde el exilio de Babilonia hasta Jerusalén. La preparación conlleva, según el profeta Isaías, eliminar los obstáculos que puedan dificultar su tránsito, es decir, los valles, los montes, las colinas, los pasos escabrosos. La exégesis tradicional ve en los valles todos esos vacíos en nuestro comportamiento ante Dios, nuestros pecados de omisión: nuestra falta de oración, de solidaridad y generosidad con los necesitados, de paciencia, de amabilidad, etc. Los montes y las colinas son todos esos impedimentos de nuestro orgullo, nuestra soberbia y nuestra prepotencia, que debemos allanar a fin de revestirnos de la mansedumbre y la humildad de Cristo (A. Vanhoye).
Ahora bien, todo este esfuerzo ascético hemos de realizarlo con alegría, porque se trata de preparar la venida de aquel a quien amamos. Y cuando esperamos en nuestra casa la visita de un ser querido, lo disponemos todo con el mayor esmero y con la mayor alegría. Así hemos de preparar la llegada del Señor, queridos hermanos, con gozo, con esperanza, sin miedo y sin desaliento. Porque ella nos trae un gran consuelo, el consuelo de Dios.
Podríamos decir que la imagen del camino está íntimamente unida a la idea del consuelo. El consuelo divino se manifiesta en la lectura de Isaías, primero, a través de su intervención en la historia, poniendo fin a la esclavitud de su pueblo; y además, presentándose como un pastor que guía su propio rebaño. Es muy bello contemplar cómo Dios se adapta al caminar de cada uno. Él ama a cada persona como es y no deja de invitarla a ser mejor, a despejar el sendero por el desea entrar en comunión plena con ella. La delicadeza de Dios, Buen Pastor que conduce a su pueblo de vuelta a la tierra prometida es verdaderamente conmovedora, pues a los corderos los lleva en brazos, a las madres las cuida con especial solicitud, es decir, conoce y tiene en cuenta las circunstancias y posibilidades de cada uno (cf. G. Zevini).
A su vez, en el evangelio que hemos escuchado, el evangelista san Marcos comienza su relato aludiendo precisamente al texto de Isaías y viendo en el ministerio de Juan el Bautista la preparación del camino para encontrar a Jesús. La figura del Bautista, austera y penitente, nos interpela y nos ayuda a disponer bien nuestra propia senda. De algún modo, cuestiona nuestra vida de fe tantas veces adormecida y superficial. También hoy Dios nos sigue hablando por medio de profetas y testigos que comparten las angustias de sus hermanos, nos sigue hablando por quienes saben oponerse a las modas y se solidarizan con los más necesitados, haciéndose mediadores del consuelo divino.
Es evidente, pues, que el mensaje de este domingo complementa muy bien al del domingo anterior y es muy positivo para nuestra vida cristiana. Podríamos afirmar que preparar el camino es una forma de estar vigilantes y una forma de amar. Esta celebración eucarística nos está invitando a tomar dos actitudes: la apertura a la palabra de Dios, que quiere entrar en nuestro corazón y fructificar en nuestras obras y la disponibilidad para que esa palabra llegue a través nuestro a otros hermanos.
Adviento nos urge, en definitiva, a revisar nuestro camino de amor a Dios y nuestro camino de amor y servicio al hermano; no existe esperanza auténtica sin esa virtud, porque es falsa la espera de quien no ama. Nuestra esperanza ha de procurar siempre el amor y la paz, en medio de una sociedad dañada por el odio y la división, que niega la venida del Señor y se resiste a ella. La oración colecta nos impulsa también a salir, salir con ánimo al encuentro de Cristo, sin que los afanes de la vida presente nos lo impidan. Es verdad que a veces nos pone a prueba ver cristianos desilusionados, desanimados, que no se tienen en pie, que no caminan ni creen que vale la pena caminar. Con nuestra vida y nuestra palabra seamos portadores del consuelo, del aliento y del amor de Dios. A Madre Teresa de Calcuta le gustaba decir: «Yo creo que Dios ama el mundo a través de nosotros, a través de vosotros y a través de mí (…). Especialmente en tiempos como éstos, en los que algunos intentan decir que Dios fue, somos tú y yo, con nuestro amor, con nuestra compasión, quienes probamos al mundo que Dios es».
Que el pan de la eucaristía, que ahora vamos a partir, nos dé la fuerza necesaria para que, superando los afanes y preocupaciones de este mundo, vivamos en actitud de conversión A nuestra Madre Inmaculada, cuya fiesta celebraremos mañana, le suplicamos que todos vean en nosotros signos vivos del amor y de la salvación de Dios.