“Aguardamos un Salvador. Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa” (Flp 3, 21).
Cuando todo parece empujarnos en estos días a la distracción, la Navidad es, por el contrario, una llamada apremiante a la reflexión para volver a encontrarnos con la realidad de Dios y la nuestra. En la Encarnación descubrimos el misterio de Dios y el misterio del hombre. La Encarnación hace presente en el mundo al Hijo de Dios que es también el Hijo del Hombre. Él encarna la plenitud de lo divino y lo humano. Él ofrece a la humanidad la Gracia y la Vida, la Verdad y el Amor de Dios. Él trae y nos entrega a Dios. Dios es, por definición, un ‘Dios con nosotros’. Su mundo es nuestro mundo: Dios habita en él, convive con nosotros, se sienta a nuestra mesa y nos invita a la suya. Él mismo es el que ha preparado esa mesa y la ha surtido con todos los bienes de la creación.
Nosotros vivimos siempre en el tiempo de DIOS, no en el nuestro. Él es contemporáneo de todos los tiempos. En Él se originan y en Él subsisten las edades del mundo: “en Él vivimos, nos movemos y existimos”: en su vida, en su tiempo, en su mundo, porque él es “el principio y el fin”; aquel al que pertenecen “los tiempos y la eternidad” (liturgia de la noche de Pascua). Aquel cuyo aliento rejuvenece todas las cosas. Por eso, cuando nosotros venimos a la vida entramos en su casa, en su día, en su territorio. Somos sus invitados, y sólo nos pide como condición que llevemos un vestido de fiesta, el vestido adecuado para compartir su convite.
Esa mesa y ese mundo han sido hechos para los hijos de Dios. Porque somos hijos de su amor. Nosotros somos suyos: su obra, sus criaturas. No éramos nada ni nadie, y Él determinó que fuéramos: “hagamos al hombre” (Gn 1, 26); no en la condición de cualquiera de sus infinitas criaturas, sino de las que debían llevar el signo de su imagen y el perfil de su semejanza; las que estaban destinadas a ser “como uno de nosotros” (Gn 3, 22), en palabras del mismo Creador, es decir, como alguien de la Trinidad.
Al modo como el Hijo de Dios se ha introducido en la humanidad y se ha hecho uno de nosotros, nosotros hemos sido introducidos en Dios: en su naturaleza, en su vida y en su Gracia: “todo es vuestro, vosotros de Cristo, Cristo de Dios” (1 Cor 3, 21). Por lo cual: “todo lo que es verdadero, justo, bello, noble, puro, laudable” (Flp 4, 8) nos pertenece.
Esto es solamente algo de lo que el Hijo de María nos ofrece en su nacimiento: a Sí mismo, y con Él también su don más precioso: su propia Madre. La Madre engendra para nosotros al Verbo eterno de Dios, que es también su propio Hijo, y el Hijo nos presenta a Su Madre como Madre de todos los hijos de Dios._x000D_ El de Navidad es un tiempo de regalos: un obsequio o una palabra con la que nos deseamos lo mejor. ¿Tenemos algún regalo para Dios y para Su Madre en el día en que nació por nosotros? ¿Por nosotros que hemos provocado ese acontecimiento al arrancar de Dios el envío de su Hijo al mundo, a pesar de la indiferencia o rechazo generales que Él conocía de antemano?
También nosotros evitamos muchas veces la incomodidad de abrirle nuestra puerta, como le ocurrió ese día. Nos incomoda tanto su palabra y su mensaje que preferimos muchas veces darnos la vuelta y escuchar otras propuestas. Se repite entonces lo que Él mismo tuvo que decir a los fariseos: “no creéis al que el Padre ha enviado. Si alguien viene en su propio nombre a ese se le escucha; pero si alguien pronuncia las palabras del Padre, a ese se le vuelve la espalda” (Jn 5, 43). ¿No tenéis la impresión de que esto es exactamente lo que ocurre cuando cerramos los oídos ante el único que tiene palabras de vida eterna, Jesús, y los mantenemos abiertos para tantos desatinos?
Pidamos a su Madre y nuestra que nos ayude a saber acoger a Jesús, a dar nuestro consentimiento para que nazca también en nosotros, para que aprendamos con Ella a conocer, amar y obedecer a su Hijo y a permanecer fieles a su memoria y a su Evangelio.
Como expresión de mi felicitación de Navidad para todos vosotros os repito con la liturgia de Adviento: “Ven, Señor, y visítanos en tu paz, para que podamos alegrarnos en Ti con un corazón perfecto“.