Bienvenidos al Valle en esta noche sagrada de fiesta en la que hemos oído la noticia del nuevo nacimiento de Cristo: “os anuncio una gran alegría: hoy os ha nacido un Salvador” (Lc 2, 11). Es el cumplimiento de la promesa formulada en el paraíso a raíz de la primera rebeldía del hombre contra Dios, que en todos los casos lo es también contra sí mismo.
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Durante mucho tiempo la sociedad cristiana ha acogido este acontecimiento con gozo y agradecimiento auténticos, y ha reconocido en este niño la esperanza más firme que se les ofrecía. Esperanza para el tiempo de la vida presente y de la eterna. Los hombres sabían que su condición humana había sido profundamente herida por aquel pecado y que el interés máximo de su existencia debía centrare en apropiarse esa salvación.
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En ella se ha centrado todo el esfuerzo de Dios en relación con la humanidad: “En la Palabra estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los hombres. Él era la Luz verdadera que vino a este mundo. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1 1-14). Dios ha tendido un puente para llegar a nosotros en la persona de Su Hijo, hecho hombre y carne como nosotros.
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La divinidad se ha desbordado sobre la tierra y sobre el hombre para ponernos en presencia de la realidad que él nos había entregado, pero que nosotros hemos subvertido y que él anhela regenerar. Porque el hombre se ha desmarcado de la condición divina original con la que había sido dotado, y de la que parece querer borrar todas las huellas que persisten en él.
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Sin embargo, como en este Niño de María, revestido de un cuerpo humano pero también de la plenitud de la divinidad, la realidad más determinante en nosotros es la que nos convierte en partícipes de la naturaleza divina… “Dios nos llamó a participar en la vida de su Hijo” (1 Cor 1), por eso “somos estirpe suya”, para que por Él todos volvamos a descubrir esos gérmenes de divinidad que Dios sembró en nosotros desde nuestro mismo origen.
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“Saldrá un renuevo del tronco de Jessé y de su raíz brotará un vástago”, dice Isaías (11,1) aludiendo al futuro Mesías. En ese tronco y en ese vástago estamos injertados nosotros. De Él nace la nueva humanidad que brota de Cristo, y que es de de hecho la humanidad antigua, la original, la que salió luminosa, íntegra y poderosa, de las manos de Dios.
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Porque Él es la Vida, y de Él procede la nuestra. También esa vida divina que nos habíamos dejado arrebatar. Para ello decidió asumir nuestra propia existencia, a fin de mostrarnos el camino de la vida verdadera. Nada le ha parecido demasiado para intentar convencer al hombre de que no son sus caminos sino los de Dios los únicos que le pueden conducirle a la verdad, a la armonía y a la paz de su existencia. En ello está empeñado a la vez el amor y el honor de Dios. Por eso, el objeto determinante de su venida ha sido la liberación de los desvaríos que nos alejan de Él y nos conducen a esa tierra de la que se nos dice que no conoce ningún orden sino un sempiterno desconcierto: la tierra en la que ya no habita Dios.
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“Él salvará al pueblo de sus pecados, había anunciado el ángel a María a propósito del niño que iba a concebir. Su encarnación, su vida, su palabra, su muerte y resurrección, tuvieron por objeto provocar una conmoción en la conciencia humana. Él había advertido: “agitaré cielos y tierras, mares y continentes”: agitaré las conciencias para despertarlas, para arrancar sus cadenas, porque “yo tengo designios de paz y no de aflicción, para daros un porvenir y una esperanza”. Como nos dice el libro de la Sabiduría: “acatar tu poder es la raíz de la inmortalidad”.
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Por eso, a lo largo de la historia, Dios no ha cesado de espolear el letargo y de intentar reducir las rebeldías del hombre. Toda la Escritura está llena de esta apelación: ‘sacúdete el sueño, ponte en pie, Jerusalén, tú que has apurado la copa de su ira cuando has bebido el vino de vértigo de tus transgresiones. Fustiga tu apatía. Despierta, ponte en pie, desata las correas de tu cuello, vístete de tu fuerza, levántate, alza la cabeza y ponte el traje de gala, porque se acerca tu liberación: mañana quedará lavada la maldad de la tierra y se mostrará el Salvador del mundo’.
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Y con el profeta nos repite: “Volveos hacia Mí para salvaros, confines de la tierra, pues Yo soy Dios y no hay otro” (Is 45, 22-24). Sólo Él lleva sobre sus hombros la salvación y el principado de este mundo. Sus títulos corresponden a esta misión: Él es el Admirable, el Consejero, Padre del siglo futuro, príncipe de la Paz. Estos son los Nombres de Dios; sobre ellos se afirma la única esperanza del mundo.
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Un mundo sobre el que todos tenemos la sensación de que algo nuevo debe surgir en él, algo completamente distinto de la realidad que estamos construyendo, totalmente diverso del hombre que estamos diseñando, porque el proyecto humana en el que nos empeñamos, levantado sobre el vacío, es el reverso de nosotros mismos.
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Con todos los que han esperado y esperan su venida nosotros le decimos con al liturgia del Adviento: ‘Ven, Señor, visítanos en tu paz, para que podamos_x000D_ alegrarnos en Ti con un corazón rebosante’. Así lo pedimos con su Madre y nuestra, María, a la que, en este día de su alumbramiento, felicitamos con_x000D_ todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella, al convertirla en el Arca de la Alianza que llevó y dio a luz al Verbo de_x000D_ Dios, Salvador del mundo.
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También para vosotros y todos los vuestros, ¡feliz Navidad!