Introducción
El domingo siempre es un recuerdo del día de Pascua, por eso se le llama también la Pascua de la semana. El triunfo de Jesucristo, su resurrección glo-riosa, es también nuestro triunfo, porque por el Bautismo fuimos incorporados al misterio de su muerte y resurrección. Por eso, la celebración cristiana del domingo nos renueva siempre, ya que Jesucristo va siempre delante de noso-tros, pues juntos avanzamos hacia el futuro de la creación.
Homilía
“Vosotros sois la sal de la tierra”, nos dice el Señor. Sal de la tie-rra para sazonarla, ya que son muchos los que han perdido el sentido de lo trascendente. “Propio de la sal es morder y escocer”, dice San Juan Crisóstomo, a los que llevan una vida despreocupada, reducida al horizonte temporal de este mundo.
El creyente, nosotros, porque estamos en el mundo sin ser del mundo (Cf. Jn 17,14-16), nos convertimos en signo de contradicción que pone en evi-dencia lo que hay dentro de muchos corazones (Lc 2,3-35); no podemos extra-ñarnos que el mundo nos rechace, nos desprecie (Jn 17,14; 15,19); también Je-sucristo fue rechazado por el mundo (Jn 15,18); incluso pensando que así rendían culto a Dios (Jn 16,2).
Últimamente hemos comprobado cómo el Valle de los Caídos se ha con-vertido en signo de contradicción para aquellos que aún se hallan anclados en el pasado, más o menos inmediato, manteniendo la oposición de las dos Espa-ñas. Unos, porque rechazan todo lo que significa este lugar; otros, aunque lo aceptan con todas sus fuerzas, viven resignados, insatisfechos, paralizados, porque les abruma el silencio de Dios, porque no ven claro hacia dónde nos conduce la acción providente de Dios, Señor de la historia. A unos y otros os digo: sólo Cristo es nuestra paz, sólo él hace de las dos Españas, una, sólo él las reconcilia por medio de la Cruz que nos transforma, sólo él da muerte a la enemistad que las mantiene divididas (Cf. Ef 2,14-16). Nuestros héroes y nues-tros mártires, que en el tiempo vivieron enfrentados, nos invitan ahora a orientar nuestra vida hacia Cristo, nos dicen que evocar el pasado sólo genera amargura; en el Valle de los Caídos, los encontramos unidos al sacrificio re-dentor de Cristo, y, todos ellos, juntos, interceden por el futuro en la verdad de nuestra querida España.
Por ser signos de contradicción, nos convertimos “en la luz del mun-do” (Mt 5,14), que anuncia otra manera de estar en el mundo y una exis-tencia sin fin, fuera del tiempo. Nuestro testimonio, a la vez que nos purifica, revistiéndonos de Cristo (Rom 13,14), como sal de la tierra, despierta el espíri-tu dormido de aquellos a los que el Señor nos envía. No somos nosotros quie-nes hemos elegido a Cristo; es él quien nos ha elegido para que seamos testi-gos suyos (Cf. Jn 15,16; Lc 24,48; Hch 1,8). Debemos aceptar con naturalidad la incomprensión de muchos, pues de otro modo nos convertiríamos en sal insí-pida que es pisoteada, despreciada, por quienes tienen su vida reducida al horizonte temporal de este mundo.
Ahora unas palabras para los que viven la prueba del silencio de Dios; les abruman los desajustes, o mejor, desbarajustes sociales, las nocivas in-fluencias que viven nuestros niños y nuestros jóvenes, ese afán por desterrar todo signo religioso de los lugares públicos, de las universidades, de los cole-gios, de los hospitales; incluso, como ha sucedido en Andalucía, se ha llegado a rechazar la presencia de tales signos, en los despachos particulares de algu-nos profesores. En estas circunstancias, ¡cómo no añorar tiempos pasados!
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Estos afanes laicistas están condenados al fracaso, porque el espíritu que les mueve procede de Dios, Causa trascendente de todo, y ese mismo espíritu genera el acontecimiento que lo rectificará todo.
El silencio del Padre lo experimentó la misma sensibilidad de Jesucristo. Se sintió abandonado en el Huerto de los Olivos, en el Calvario; sabía que el Padre no le fallaría, porque siempre había hecho lo que al Padre agradaba (Jn 8,29); nosotros dudamos de Dios, porque, por debilidad, no hacemos siempre lo que a Dios agrada. Jesucristo, porque hizo siempre lo que al Padre agrada-ba, por eso también pudo afirmar “cuando fuere exaltado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32; 8,28); multitud de creyentes hemos sido atraídos por él. El silencio de Dios, vivido con Jesucristo, nos convierte en redentores como él.
Lleno de afecto, quiero deciros: “¡Dejaos amar por Dios!¡Dejaos amar por Dios como él quiere amaros, y no como vosotros esperáis, deseáis que Dios os ame! Dios, con amor generoso, desborda por completo los méritos y deseos de los que le suplican (domingo XXVII Ordinario).
No os extrañe que ante el silencio de Dios tendáis a ser condescendientes con la flaqueza humana, con la sensualidad, con la maledicencia, con tantas otras cosas que a la verdad retrasan la experiencia de la cercanía del Dios vivo. Dejaos amar por Dios; Dios, con su silencio, os invita a abriros a su misericor-dia; sólo así llegaréis a comprender que todo es gracia (Rom 4,16), que sus de-signios divinos son irrevocables (Rom 11,29); las lágrimas que provoca el si-lencio de Dios, lavan los ojos para ver mejor la acción de la providencia divina en la historia; incluso se llega a comprender que los mismo gobernantes, sean del signo que sean, sólo son instrumentos de la Providencia divina, y no irán más allá de lo que Dios permita.
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“Acercaos confiadamente al trono de la gracia, que no es otro que el sacramento de la reconciliación, a fin de alcanzar misericordia, y hallar gracia para ser siempre socorridos en el tiempo oportuno” (Heb 4,16). Sólo así seréis testigos que irradian el gozo de la vida por estar vivifica-dos por la experiencia del Dios vivo; nuestra sociedad necesita con urgencia la presencia de tales testigos que no ocultan sus crisis, sus dificultades, y mani-fiestan también cómo les sostiene la virtud sobrenatural de la esperanza; saben en quien han puesto su confianza, y están seguros que Cristo estará siempre a su lado (2Tim 1,12). De este modo, hermanos, os convertís realmente en sal de la tierra y luz del mundo.