Hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único de Dios, lleno de gracia y de verdad, nos dice S. Juan en la primera página de su Evangelio (1, 14). Los magos se cuentan entre los primeros a los que fue concedido este privilegio, que después ha sido posible a cuantos han querido tener los ojos abiertos para descubrir los rasgos de Dios en el rostro de Cristo.
El Evangelio nos dice que los Magos se llenaron de gran gozo al ver de nuevo la estrella que les venía conduciendo al Niño con su Madre. Mucho tiempo después nosotros deberíamos experimentar una alegría semejante. La posibilidad de ser conducidos hasta Dios, de reencontrarle y de presentarle nuestra ofrenda, sobre todo la de nosotros mismos, es la oportunidad más decisiva que se nos puede ofrecer.
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De hecho, es una posibilidad propuesta a todos, aunque muy diversamente acogida, a pesar de que nuestra respuesta determina el valor que tendrá nuestra vida en el tiempo y en la eternidad. En realidad, el hecho de la presencia de Dios en el mundo debe ser motivo de una atención extrema por parte de cada hombre, porque con ella Dios se ha pronunciado acerca de la historia que cada uno de nosotros estamos tejiendo, y en ella nos reitera que nuestro único destino y, por tanto, nuestro único proyecto en la existencia, es Dios mismo.
Sabemos que hay caminos que transitan por la luz, como en la historia de los magos, y senderos que discurren entre tinieblas. Lo sabemos por la experiencia, aunque no nos lo hubiera advertido tantas veces la palabra de Dios. Pero es indispensable discernir cuándo estamos recorriendo un camino u otro, porque puede ocurrir que lo que describimos como épocas de luces, de libertad o de progreso, sean de hecho tiempos de profunda oscuridad. Sabemos que el precio de ese error lo pagan los individuos y los pueblos. Nos habían advertido que hay caminos que parecen rectos a los ojos de los hombres pero cuyo final se sumerge en el abismo.
En cambio, los magos reconocieron que la estrella que seguían les conducía al que Escrituras describían como luz de las naciones, Aquel a cuyo ‘resplandor caminan los pueblo’; del que Juan dirá que es La Palabra de la que brota la luz verdadera que alumbra a todo hombre (Jn 1, 9), y que el Niño que iban a encontrar es el Hijo de Dios que ha venido y nos ha dado inteligencia para que reconozcamos al Verdadero (1 Jn 4, 20).
Los magos simbolizan a los pueblos que reconocieron a Cristo como Señor y como Dios. Ellos abrieron la marcha de esos pueblos hacia Cristo, el Dios verdadero, el esperado de las naciones, el que existía antes de todos los siglos, reflejo de la gloria del Padre, que sostiene el universo con su palabra; el que había nacido en el momento culminante de la historia para la salvación del género humano, es decir, para nosotros que “estábamos muertos por nuestros pecados pero a los que Dios nos dio vida en ÉL” (Col 2), Aquel del que se nos dice: los cielos pregonan su justicia y todos los pueblos contemplan su gloria (sal 96), el mismo que está llamado a regir el orbe con justicia y los pueblos con rectitud (sal 95).
Ellos nos invitan a ser buscadores de Dios, a ofrecerle lo más precioso de lo que poseemos y de lo que somos. Ellos tenían la sabiduría y el poder, que es la ambición máxima del hombre de nuestro tiempo para afirmarse a sí mismo. Pero los magos sabían que buscaban a Aquel al que pertenece todo saber y poder, y lo dejaron todo para encontrarle. Se pusieron inmediatamente en camino, nos dice el relato bíblico: no hay otra urgencia ni otra preocupación más importante que la de salir al encuentro de Dios y permanecer en su búsqueda, como por su parte Él mismo ha hecho y hace con nosotros desde la creación hasta que quede sellado el encuentro definitivo.
Cristo es el objeto al que todo tiende, el centro sobre el que todo gira, según lo que se nos había dicho: el plan de Dios es que todo tenga a Cristo por Cabeza (Ef 1, 10), de manera que todas las coordenadas del universo convergen en él. Cristo se proyecta a todos los hombres; pertenece a todos y todos le pertenecen. Es el Hombre universal; encarna a todos los hombres, representa a todos y todos están representados en Él. Él es Cabeza de todo el Cuerpo de la humanidad, y su primogénito; Él es el modelo según el cual todo fue creado y para el cual todo ha sido creado.
Por consiguiente, sólo en Él radica la salvación del mundo (Col 31 dic). Salvación que nos ha devuelto, entre otras, la dimensión de la libertad verdadera, es decir, la capacidad para volver a ser nosotros mismos, según nuestra identidad propia, no según la que tantas veces nos asignamos gratuita y caprichosamente. Porque todo lo que en nosotros no es según Dios tampoco corresponde a nuestro ser, ya que este ser y el modo adecuado de ser, es el que recibimos de Dios.
El encuentro con Él no tiene sólo el objeto de reconocerle en su condición divina y humana, sino el de reconocernos a nosotros en Él como en el único en el que podemos entender y dar cumplimiento a nuestra propia realidad. Porque esta realidad que es el hombre procede y ha sido modelada completamente por Él, conforme al ejemplar del hombre perfecto que salió de sus manos en Adán y que hemos contemplado restaurado en Cristo, segundo Adán.
Por eso, alcanzamos la libertad cuando devolvemos al mundo y a nosotros mismos la imagen de Dios, cuando recuperamos el conocimiento y la obediencia a la verdad, cuando Dios es verdaderamente nuestro centro. Entonces nos liberamos de las servidumbres que nos impiden levantar el vuelo, y reconquistamos para nosotros y para el mundo los atributos que son propios del reinado de ese Niño adorado por los magos: la justicia y el derecho, la santidad, la verdad y la paz, la libertad y la esperanza.
Entonces se cumple el oráculo de Isaías: los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios (Is 52, 10), porque la gloria del Señor ha amanecido sobre nosotros (cf id. 60, 2).