Queridos hermanos en Cristo Jesús:
Acabamos de leer una parte del Sermón de la Montaña pronunciado por Nuestro Señor Jesucristo, concretamente las Bienaventuranzas, que la tradición cristiana ha considerado siempre como el compendio de la doctrina evangélica. Ciertamente, en estas palabras de Jesús se expone un resumen de las virtudes, como señalara San Ambrosio de Milán, y una exhortación a mirar hacia la dicha celestial como nuestra verdadera y suprema meta.
La clave de las Bienaventuranzas se encuentra en buena medida en la primera de ellas: la pobreza de espíritu, que nos abre las puertas del Reino de los Cielos. No se refiere a la pobreza material, sino a la humildad. San Ambrosio dice que es la primera en el orden porque es “como la madre y engendradora de las virtudes; pues quien despreciare los bienes del mundo conseguirá los eternos” (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, V, 50). La humildad es la clave de la vida espiritual para el monje en la Regla de San Benito (RB, VII). Y Santo Tomás de Aquino, que es un modelo de sabiduría humilde, la define como “una virtud moral que nos inclina por reverencia a Dios, a rebajarnos y mantenernos en el lugar que creemos nos es debido” (S. Th., II-II, q. CLXI, a. 1 ad 5 et a. 2 ad 3). De hecho, las dos lecturas que nos conducen hoy hacia el Evangelio, del profeta Sofonías y de San Pablo, inciden en la sencillez y la humildad como fundamento del camino de los justos.
La humildad nos lleva a reconocer una realidad antropológica: nuestra condición de criaturas ante Dios y nuestra condición pecadora que necesita de la misericordia y de la gracia divina. En cambio, el mundo, y especialmente el mundo de hoy, opta por la soberbia y la autosuficiencia del hombre frente a Dios. De esta tentación de origen diabólico (“seréis como Dios”; Gén 3, 5), que fue la de la antigua herejía pelagiana que tenía una confianza desmedida en las posibilidades del hombre, nacen todos los intentos de construir un paraíso terrenal sin Dios, los cuales en el siglo XX han terminado siempre en sangre y miseria. De algún modo lo constatamos con la actual crisis económica del mundo capitalista y aún no hace tantos años lo hemos podido comprobar de forma más trágica con la caída de lo que no pocos presentaban como el “paraíso soviético”, y nos podemos temer que a semejante término lleven las tendencias neomarxistas de un progresismo laicista y también del indigenismo en Hispanoamérica. Recordemos que Pío XI vinculó abiertamente el comunismo a un origen satánico (encíclica Divini Redemptoris, nn. 2, 7, 17 y 83).
En medio de la crisis económica actual, son muchos los sufridos, los que lloran y los que tienen hambre y sed de la justicia. Lo que Jesús les promete no es un paraíso terrenal irrealizable en sí mismo, porque ese supuesto paraíso olvida la realidad del pecado original y, por lo tanto, las limitaciones del hombre. A estos sufridos, Jesús les hace poner sus esperanzas en Dios y en la dicha eterna. Y sólo cuando el hombre mire hacia Dios y hacia el Cielo, será cuando tome conciencia de que necesita de la gracia divina para poder mejorar también las condiciones de la vida terrena y procurar una sociedad mejor según los principios de la Doctrina Social de la Iglesia. Si no es así, todos los intentos serán vanos y culminarán una y otra vez en el fracaso. La crisis económica ha nacido de la codicia y del terrenalismo, del materialismo, del consumismo y del hedonismo propios del sistema liberalcapitalista. Las entidades financieras han especulado con un dinero que no existía (lo ha denunciado Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate, nn. 21 y 65) y nosotros hemos querido vivir por encima de las posibilidades reales, y si a ello se unen políticas económicas desacertadas, el resultado es el que tenemos. Los ídolos, lo dice el salmo 113, “son plata y oro, hechura de manos humanas”, y todos terminan cayendo. Occidente amenaza ruina material y moral por haber puesto todas sus esperanzas en los ídolos del dólar y del euro y en las expectativas de un mundo feliz olvidando a Cristo.
Pero en estos tiempos también tiene fuerza otra promesa de Jesús: “Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Aunque no se quiera reconocer, vivimos tiempos de auténtica persecución religiosa. Lo sufren muchos cristianos en el mundo, sobre todo en países islámicos y en la China comunista, lo hemos vivido en el Valle de los Caídos y lo contemplamos en la batalla contra los crucifijos y contra la educación católica, así como en el intento de acabar con las capillas de los hospitales, de los cuarteles y de las prisiones y con el clero que atiende las necesidades espirituales de las personas que se encuentran en estos centros. Y además del intento de incendio de dos iglesias en Majadahonda, se está produciendo ahora mismo un acoso sobre varias capillas universitarias, especialmente en Barcelona y en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid; no lo podría callar, pues a ella he estado unido durante nueve años. Los que allí resisten sufriendo demasiados silencios de quienes deberíamos hablar -tal vez como consecuencia de esa frontera no siempre bien distinguida entre la virtud de la prudencia y el defecto de la cobardía-, viven un martirio cotidiano y deben poner sus esperanzas en las promesas de Jesús.
En estos tiempos de apostasía generalizada, Dios nos puede llamar a ser miembros indignos de ese “resto de Israel” del que habla el profeta Sofonías. Pero ese “resto de Israel”, de cristianos fieles, puede tener gran fuerza con el arma de la oración y con la pobreza de espíritu. Lo hemos constatado aquí mismo con los niños de la Escolanía, cuyas oraciones por personas enfermas o con necesidades diversas son escuchadas por el Señor, muchas veces con resultados sorprendentes. Pero quisiera recordar especialmente un episodio llamativo y que refleja cómo “el Señor hace justicia a los oprimidos” y “trastorna el camino de los malvados”, según ha cantado hoy uno de estos ángeles en el salmo 145. Cuando se inició la segunda fase del cierre de la Basílica y del Valle para desmantelar la Piedad, un puñado de unos veinte niños, que eran los que ese fin de semana estaban en la Escolanía, en una noche fría como tantas de este lugar, quisieron realizar una procesión de antorchas rezando el Rosario hasta la imagen de la Virgen con su Hijo muerto en sus brazos, para pedir que no permitiera que la quitaran. Llegados allí, terminaron a sus pies con las letanías y cantos marianos. Hoy la imagen de la Piedad permanece en su sitio. Que Ella nos proteja bajo su manto maternal y nos reciba un día en el Cielo.