Estamos celebrando de una manera bastante inusual esta festividad de la Inmaculada, que tiene tantas resonancias en la conciencia cristiana y española. Pero ello no nos debe impedir centrarnos en lo fundamental.
Cuando hablamos de la Virgen como ‘la Inmaculada’ nos referimos en primer a Ella misma, en el privilegio que la hizo libre del pecado original. Pero en esa realidad de una vida totalmente para Dios se representa su proyecto sobre todos los hombres. Dios formó al hombre a su imagen y semejanza, es decir, en estado de ‘justicia y santidad verdaderas’: “como uno de nosotros”, como una de las personas de la Trinidad, dice la narración del Génesis sobre la creación del hombre, es decir, en estado de Integridad y rectitud completas, en perfecta comunión con Dios y en exacta armonía consigo mismo. Este era el designio de Dios, impedido por nosotros pero que tendrá realización definitiva cuando lleguen los tiempos de la tierra y del cielo nuevos, cuando el hombre mismo sea renovado totalmente, a fin de que el plan divino original se realice en él.
Pero entretanto, el empeño fundamental de todos los que hemos sido llamados a esta existencia humana continúa siendo el de intensificar en nosotros aquella imagen divina. Nosotros hemos sido creados a partir de la tierra pero hemos sido investidos del espíritu de Dios, dotados de una filiación y de una vida divinas, que imprimen su carácter fundamental a la condición humana. El valor final de nuestra vida se mide por el cumplimiento de este sentido.
María es figura de esta humanidad salida de las manos de Dios. Ella nos dice no sólo cómo se agrada a Dios, sino cómo el ser humano cumple su destino auténtico y cómo se realiza plenamente a sí mismo.
Ella fue llena de gracia porque antes estuvo llena de Dios, porque en Ella sólo había lugar para Él; le prefería a todas las cosas porque era el centro de su pensamiento y de su amor, porque era enteramente obediente a su palabra y a su voluntad, porque su corazón estaba totalmente orientado a Él. Ella sabía que era enteramente criatura y posesión de Dios y aceptaba que Ella no era nada por Sí misma.
Toda Ella se consideraba un don de Dios, en Sí misma y en todo lo que había sido depositado en Ella. Su alimento fue siempre la Palabra y la voluntad de Dios, incluso cuando se le pidió algo que parecía contradecir lo que consideraba irrenunciable: su total consagración a Dios en cuerpo y alma. Por eso, en Ella se encarnó la Palabra: porque Ella se había encarnado antes en la Palabra, se había identificado y hecho una sola cosa con ella. En María la identidad con la Palabra y con la voluntad de Dios era total, y por eso fue total la identificación de Dios con esta criatura tan plenamente unida a Él, y a la que por ello, llenó de todas las bendiciones.
De hecho, nadie se renuncia a sí mismo, ni sacrifica sus aspiraciones humanas más auténticas, cuando orienta su esfuerzo a darse la medida y la figura que Dios ha previsto para él. Por el contrario, ocurre entonces lo que escuchamos a María: “porque ha mirado la humillación de su esclava desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Dios conoce nuestra verdad mejor que nosotros mismos, y sabe que sólo en su aceptación completa y humilde alcanzamos la plenitud de nuestras posibilidades humanas, aunque sea por caminos opuestos a los que nosotros hubiéramos elegido.
En realidad, aquellas cosas a las que aspiramos apasionadamente, sea el poder o la sabiduría, la libertad o la felicidad, residen únicamente en la obediencia a Dios, en la sumisión a su voluntad. Porque su voluntad es que alcancemos la máxima altura de nosotros mismos de la única forma razonablemente asequible, que es cuando le dejamos a Dios hacer su obra en nosotros. Es entonces cuando “a los hambrientos los colma de bienes”, como añade la Virgen en el mismo Cántico.
Él quiere colmar también a estos niños que hoy van a hacer su 1ª Comunión. Los va a colmar de Sí mismo, que es lo único que ahora y en el resto de su vida les puede, y nos puede, satisfacer. Como todos los niños, a sus años, miran hacia el futuro con los ojos y el corazón completamente abiertos a las sorpresas y a los gozos que esperan les vayan saliendo al paso. Es indudable que van a encontrar muchas sorpresas, y todos deseamos que también sean muchas las alegrías. Pero quien nunca les va a defraudar, quien siempre va a estar preparado para ofrecerles su amistad y con ella todos los bienes que Él posee, es Jesús.
Hoy Jesús, el Verbo que se hizo carne en el seno de María, vuelve a descender sobre estos niños para posesionarse de su corazón, porque ellos también han dicho: ‘hágase’, y han abierto sus puertas para que Jesús entre en sus almas y haga en ellos su morada. Por eso, queridos Pedro Jesús, José, Álvaro, Diego, Víctor, Abrahám, Samuel, recibidle como María le recibió en Ella: con amor y gratitud, ofreciéndole lo mejor de vosotros mismos, que será siempre vuestro sí a su voluntad.
Como a Ella, Jesús os viste hoy un traje de gala, y el Altísimo consagra vuestra morada. Como Ella, retenedle en vuestro corazón y hacedle crecer en vosotros, de manera que nunca quede por debajo de vosotros mismos, sino que alcancéis su propia estatura. Y así no será el amigo de un día, sino el compañero y el Maestro de toda la vida. Y si se os pierde, si le perdéis, buscadlo como hicieron la Virgen y San José cuando Jesús se les perdió en el templo: hasta encontrarlo, hasta volver con él a vuestra casa, y hasta que Él os lleve a la suya.