“Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). La mayoría de nosotros hemos sido objeto de este bautismo, es decir, hemos sido sumergidos en Él e inundados por la plenitud de la nueva vida en que nos introduce. Es el acontecimiento renovado en este tiempo de la pascua, en el que la resurrección de Cristo es la oportunidad para nosotros de rejuvenecer la vida divina que recibimos en el bautismo y de participar ya ahora con Cristo en las primicias de la resurrección.
Como los apóstoles, también nosotros hemos recibido el Espíritu Santo en el sacramento del bautismo, pero también en aquel mismo día de Pentecostés, en el que fue la Iglesia, representada por ellos, la que recibió aquel soplo y aquel fuego del Espíritu. Un soplo y un fuego que no se extinguen porque son el propio Espíritu, y que siguen llenando la Iglesia y a cada uno de nosotros, si también nosotros nos mantenemos interiormente expectantes, con un deseo ardiente de su venida.
El Espíritu de Dios es el propio ser de Dios, sus profundidades, su esencia íntima, el aliento que constituye su vida y su acción. Es el Espíritu que habita en Dios y que es Dios, pero que lo llena todo, dentro y fuera de Dios. Este Espíritu se ha convertido en un don de Dios para nosotros, y con él ha marcado, en un grado u otro, todas las cosas, pero sobre todo al hombre. Es el Espíritu que nos introduce en la participación de Dios, el Espíritu que habita en nosotros y nos permite habitar en Dios y participar de la realidad divina.
Pero es también el Espíritu mediante el cual ha sido creado todo, el que todo lo mantiene en vida y que recrea aquello que se ha marchitado, quebrantado o extinguido, cuando nuestro espíritu se ha opuesto al de Dios.
Toda la revelación une la principal acción del Espíritu de Dios con la vida. Él representa la fuerza, la fecundidad y el dinamismo del mundo. Él es el que depositó en él la energía primordial, y con ella la vida que ha llenado toda realidad en el cielo, en la tierra y en el universo. Es el Espíritu que llena, en primer lugar, a Dios, porque Dios mismo es Espíritu, y en Él está su fuente y su plenitud. El mismo que llena el cielo, cuyos espacios han sido poblados por su acción creadora, y el mundo y todas sus criaturas, que han nacido del soplo del Espíritu y que son alimentados y sostenidos por su aliento.
El mismo Espíritu que inundó a María, a la que colmó primero de la plenitud de la gracia y fecundó después para que concibiera al Verbo de Dios. El que descendió sobre la Iglesia, como hemos escuchado que sucedió en aquel primer Pentecostés, y sobre la cual se cierne constantemente para vivificarla, conducirla y mantenerla en la verdad y en el amor. El que inunda también el alma del hombre cuando éste se abre a la gracia, y vierte sobre él la diversidad de sus dones.
Toda esta realidad ha sido diseñada por la mano de Dios y conducida por la acción de su Espíritu, y es reflejo de su gloria, de su amor y de su belleza. En distinta medida, todo ella lleva su imagen, y está llamada a descubrir de nuevo en ella el esplendor del que proceden y que está llamada a reflejar. Un esplendor, sin embargo, que tantas veces ha sido ofuscado a consecuencia del eclipse del espíritu en él, como resultado de la oscuridad y desorden a que él mismo se ha sometido. Todo queda, en consecuencia, a la espera de que el espíritu del hombre se sobreponga al desconcierto que lo envuelve, o que debamos esperar una nueva manifestación del Espíritu de Dios, un nuevo Pentecostés que renueve y purifique el mundo y a cada uno de nosotros, cuando nuestros huesos calcinados conozcan, como contempló Ezequiel, el paso de Dios que les infunda un nuevo aliento.
En realidad, sólo podemos esperar que “el Espíritu renueve la faz de la tierra”, que el Espíritu de Vida y de Sabiduría se derrame de nuevo sobre ella. “Dios creó la Sabiduría en el Espíritu Santo y la derramó sobre todos los vivientes”, para que acertáramos a “regir el mundo con santidad y justicia”, para saber “lo que es grato a tus ojos y lo que es recto según tus preceptos” (cf. Sb. 1-9). Él mismo nos ha advertido que es el “Espíritu de Dios el que da vida, mientras la carne, es decir, el poder, los deseos o las ideas de los hombres, no pueden nada (Jn 6, 63)” por sí mismas, sino que conducen a su ocaso.
Necesitamos invocar al ‘Espíritu de la verdad’ porque, como Él mismo prometió, “cuando Él venga nos guiará hasta la verdad plena” (id. 16, 13). Es una de las urgencias más apremiantes en un tiempo en que la confusión y el desconcierto, sistemáticamente sembrados por el padre de la mentira, sustituyen la visión y la confesión diáfanas de la verdad. “El Espíritu nos ha dado inteligencia para que reconozcamos al Verdadero… El Espíritu del Hijo único del Padre es quien nos lo ha dado a conocer” (1Jn 4, 20). “El nos lo enseñará todo” (Jn. 14, 26). Los hombres de esta generación estamos intentando sustituir la única verdad, que es la que ha pronunciado el Espíritu, por lo llamamos el pensamiento único, único para todos los hombres y único verdadero. Pero ante el hombre no hay verdad fuera de la verdad original y plena que es Dios y que se nos ha revelado por el Espíritu.
Hemos escuchado que “el Espíritu del Señor llena el orbe de la tierra”, como en los orígenes del mundo y de la Iglesia. Parece que nuestra obra consiste, más bien, en vaciar la tierra del Espíritu, que es como si la vaciáramos de la luz y del aire, haciendo así un mundo inhabitable. Porque el mundo del hombre no subsiste fuera del universo divino, fuera del aliento del Espíritu. El Espíritu es el seno materno en el que hemos nacido y en el que permanecemos, de manera que si rompemos ese nicho sobreviene una extinción inevitable.
Pidamos hoy que el Espíritu que penetre en nuestros corazones para que purifique lo inmundo y fecunde lo que es árido, para que rija el porvenir de la historia y rejuvenezca el alma del mundo. Entonces, como el profeta Samuel anunció a Saúl: “Te Invadirá el Espíritu del Señor y te convertirás en otro hombre” (1Sam 10, 6).
Pidámoslo por la intercesión de María, en torno a la cual estaba unida aquel día de Pentecostés la Iglesia naciente, convocada por el Espíritu y por la Madre de Jesús, considerada ya en el corazón de los apóstoles Madre de la Iglesia. Los apóstoles que hoy actúan también en esas organizaciones de “Apostolado Seglar” y de “Acción católica”, y que en el día de hoy la Iglesia encomienda especialmente a nuestra oración mientras nos convoca a participar en esa misión.
Hay un paralelismo entre la creación de la Iglesia y la creación del mundo: en el origen de ambos se hace presente el Espíritu de Dios que actúa para sacar las cosas de la nada y conducirlas a su apogeo, sea cuando el núcleo original del universo se expansiona hasta las proporciones (magnitudes) que hoy conocemos, o cuando a partir de una mínima porción de hombres se constituye la Iglesia universal, llamada a tener las mismas dimensiones de la humanidad. Ambas creaciones son obra del Espíritu de Dios y ambas alcanzarán la totalidad y perfección previstas por Él, con independencia de las oposiciones que puedan encontrar.