Queridos hermanos:
Desde el día mismo de la Ascensión de Jesús al cielo, los cristianos vivimos con la certeza de que Cristo en persona, “con gran poder y gloria”, vendrá de nuevo, como lo afirmaron los ángeles a los discípulos: “El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. Ésta es nuestra firme y consoladora esperanza, aunque no sepamos en qué día sucederá, pues no nos toca a nosotros conocer el tiempo fijado por Dios con su autoridad.
Por eso anualmente la liturgia de Adviento, que hoy comenzamos, actualiza esta segura promesa de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, renovando en nosotros el ardiente deseo de su retorno definitivo y disponiéndonos a salir a su encuentro. La liturgia en este tiempo nos invita a exclamar con fuerza, como lo hacían los primeros cristianos, “Maraña tha”, “ven, Señor, Jesús”.
Pero al mismo tiempo, como hemos escuchado en el Evangelio, Jesús nos advierte que debemos estar vigilantes y preparados para ese día. San Pablo nos ha exhortado asimismo a ser conscientes del momento en que vivimos, llevando una vida santa conforme a nuestra dignidad de cristianos. Nos amonesta a dejar las actividades de las tinieblas y pertrecharnos con las armas de la luz. Estas palabras son de una especial actualidad. Vivimos, en efecto, unos tiempos recios: el Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, es objeto aún de los ataques de los poderes del mal, que nos ponen a prueba. Y nosotros mismos, débiles y cobardes, a veces desfallecemos. Por eso la hora presente es tiempo de combate, de espera esforzada y de vigilia responsable.
Sin embargo, hay algo que debe prevalecer sobre todo: la certeza de que el mal ha sido vencido en su raíz por Cristo; de que la transformación de este mundo se llevará a cabo de manera irrevocable por el mismo Cristo; de que cuando Él vuelva pronunciará su palabra definitiva sobre todos y cada uno de los hombres, también sobre los que no quisieron reconocerle. En aquel día conoceremos los caminos admirables, muchas veces sorprendentes y desconcertantes, por los que Dios ha conducido todas las cosas a su fin último. Cristo ha triunfado y en aquel día todos lo constataremos, contemplando su gloria y postrándonos en adoración y alabanza ante su divina Majestad. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa sobre todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.
Pidamos, queridos hermanos, en esta Eucaristía, que “venga a nosotros su Reino” y que, por su misericordia, “vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación”, para alcanzar estar ya para siempre con Él.
Pero permitidme que ahora, a la luz también de las lecturas bíblicas que se ha proclamado, os haga algunas reflexiones sobre los acontecimientos que están sucediéndose entre nosotros en estos últimos domingos, aquí, en esta Abadía benedictina de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
¿Qué está pasando? Creo que es bueno que nos lo preguntemos. Cada domingo, un grupo significativo de cristianos, sin contar aquellos que están unidos a nosotros espiritualmente porque no lo pueden hacer físicamente, afrontando dificultades de todo tipo (desplazamientos, inclemencias del tiempo…), nos estamos congregando aquí… ¿para qué?, sencillamente para celebrar la Santa Misa. ¡Nada más y nada menos!
De este modo, casi sin darnos cuenta, se está formando, en torno a este grupo de monjes benedictinos, una verdadera Comunidad de adoración a Jesús presente realmente en la Eucaristía; se está formando una verdadera Comunidad de oración a los pies de la Cruz de Cristo que nos protege, guía y preside desde lo alto del monte. La Iglesia venera la Cruz porque en ella Jesús consumó su sacrificio redentor ofreciéndose libremente y has-ta el extremo de su amor al Padre por medio del Espíritu Santo y devolviendo al hombre a la comunión con Dios, reconciliándole con Él; se está formando una verdadera Comunidad de oración a imagen del discípulo fiel y de las santas mujeres que, en el calvario, en torno a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, se mantuvieron en pie y no huyeron en la hora de la prueba. Como ellos, también nosotros estamos aquí, a los pies de la cruz, para velar en oración juntamente con María y toda la Iglesia. Vuestra actitud de profundo respeto, silencio y recogimiento así lo ponen de manifiesto.
¿Os dais cuenta, hermanos? Se está cumpliendo entre nosotros lo que el profeta Isaí-as nos decía: “Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob. Él nos ins-truirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”. Sí, es verdad, esta Basílica y esta Abadía, edificadas “en la cima de los montes, encumbradas sobre las montañas”, se man-tienen firmes porque están edificadas sobre la Roca que es Cristo y están sostenidas por la oración unánime de la Iglesia a la que significan y sirven.
Los monjes, custodios de este lugar sagrado, no buscamos nada para nosotros mismos, pero no podemos renunciar a nuestra vocación de centinelas de la Casa de Dios. Oramos y trabajamos (ese es nuestro lema: “ora et labora”), como se ha proclamado en el salmo, para que haya “paz dentro de los muros” de este recinto sacro, imagen de la misma Iglesia, y podamos dar testimonio, ante todos los hombres de buena voluntad, de nuestra vida consagrada y contemplativa, en comunión siempre con toda la Iglesia, en libertad, amor y paz. Que desde aquí se irradie la luz del Señor y la fuerza salvadora de su Cruz. Dios, junto con su esposa la Iglesia, quiere ser el arbitro pacífico de las naciones y el juez justo y misericordioso de todos los pueblos. Él quiere hacer de las espadas arados y de las lanzas podaderas. Él quiere la paz entre los pueblos y las gentes de España y del mundo. Dios quiere la reconciliación y no el enfrentamiento ni la crispación.