Queridos hermanos:
La fiesta de la Sagrada Familia es una de las celebraciones más entrañables del año litúrgico. Pero si siempre contiene un mensaje vivo para la espiritualidad cristiana, en nuestros días adquiere una actualidad absoluta, pues la familia, que debería ser la institución más protegida, resulta sin embargo tal vez la más acosada. No en balde celebra hoy la Iglesia Católica la jornada pontificia por la familia y la vida.
En la primera lectura, del libro del Eclesiástico, hemos visto una exposición de la piedad filial, es decir, del amor y reverencia hacia los padres, en términos de respeto, honra y reconocimiento de su autoridad y con una invitación a sostenerles y seguir amándoles en su debilidad senil. La piedad filial es el cuarto mandamiento de la Ley de Dios y de ella deriva, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, el amor a la Patria, porque es el amor a la tierra y a la tradición de los antepasados. En la segunda lectura, San Pablo hace una exhortación a la paciencia, la comprensión y el amor mutuos, necesarios en la vida familiar.
Pero el matrimonio y la familia no son unos valores únicamente del mundo judeocristiano, sino comunes a todas las culturas, porque pertenecen a la Ley Natural: aquella ley inscrita por Dios en el corazón del hombre, que éste puede conocer por la razón y que le inclina a hacer el bien y a evitar el mal. Por eso encontramos en autores clásicos, como Aristóteles y Cicerón, o de otras civilizaciones, como Confucio, apreciaciones muy acertadas sobre el valor del matrimonio y la familia.
El cristianismo no sostiene que Dios actúe por un voluntarismo irracional haciendo lo que quiere caprichosamente. Al contrario, como recordó Benedicto XVI en su discurso en la Universidad de Ratisbona, enseña que Dios obra conforme a razón y por eso ha creado al hombre como ser racional, a su imagen y semejanza. Más aún, en Dios existe el Logos, el Verbo, que es la persona del Hijo, la segunda de la Trinidad. Por eso Dios ha establecido un orden racional bueno para el hombre y para todo el conjunto de la Creación. Cuando se atenta contra este orden, se atenta contra el bien del hombre: esto sucede hoy con el acoso a la familia, la cual es la primera sociedad y el origen de toda otra sociedad. Pero como dice un viejo y sabio adagio: “Dios perdona siempre, el hombre algunas veces, la naturaleza nunca”.
Desde hace ya bastante tiempo, el matrimonio y la familia sufren una embestida en gran medida dirigida. La instauración del matrimonio civil y del divorcio por la Revolución Francesa y por el código napoleónico supuso la negación del valor sagrado y trascendente que toda cultura ha reconocido siempre en la unión de los esposos. Después vendrían, como lógica consecuencia, las uniones de hecho. Muy singularmente la mentalidad divorcista y tendente a nuevos emparejamientos ha gestado un auténtico drama en los hijos que sufren estas situaciones. Frente a la fidelidad y al amor perseverante en medio de la dificultad, se alza hoy el sentimentalismo cambiante, que sólo conduce a una sociedad débil e inestable y a hijos que no encuentran referentes en sus padres.
Por otro lado, se observa en muchos Estados una tendencia a imponer a los niños y los jóvenes una ideología desde la escuela. Y es que desde la antigua Esparta y la República de Platón hasta el comunismo y el nacionalsocialismo y otras variantes que hoy conocemos, todos los totalitarismos han procurado aniquilar o reducir el papel de la familia y trasvasar al Estado la función educadora de ésta, así como de otras sociedades naturales y de la sociedad sobrenatural que es la Iglesia.
Pero lo más sorprendente es contemplar aspectos como el intento de hablar de “nuevos modelos de familia” y de que sea aceptado como matrimonio algo que jamás lo será, o la mentalidad antinatalista neomalthusiana que ha provocado el envejecimiento de Europa, o los ataques directos a la vida humana en sus fases más débiles, como lo hacen el crimen del aborto, la manipulación genética y la eutanasia. En este deseo de crear una nueva sociedad subyace la tentación de la vieja serpiente en el Edén, “seréis como Dios”, que nos lleva a ver en nuestros días el proyecto diabólico de la subversión e inversión completa del orden natural.
Por eso, frente a este proyecto satánico destructivo para el hombre y que está conduciendo al suicidio social de Europa como civilización, debemos afirmar la vigencia de la verdad de la familia, asentada sobre el auténtico matrimonio, constituido por la unión de un hombre y de una mujer con carácter estable y abierto a la transmisión de la vida y a la educación de los hijos. Jesucristo además lo ha elevado a la dignidad de sacramento, ofreciendo así a los esposos la efusión de la gracia divina para alcanzar la santidad y la salvación eterna y mostrándose Él mismo como modelo en su unión esponsal con la Iglesia.
Pero no sólo debemos afirmar una verdad, sino también realzar su hermosura, la belleza de este proyecto divino que vemos reflejado en la lectura del Evangelio, donde se descubre la dimensión natural y sobrenatural del matrimonio y de la familia. Una de las razones por las que Dios ha instituido la familia como fundamento de la sociedad humana es porque en el seno mismo de la Santísima Trinidad se vive una verdadera vida de amor familiar entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Y el Padre, al enviar a su Hijo al mundo para redimir al hombre, quiso envolverlo en las entrañas amorosas de una Madre que por eso ha pasado a formar parte de la familia trinitaria. Quiso envolverlo también en el calor de un hogar familiar humano: cuando nació Jesús, lo hizo en un establo y lo colocaron sobre un pesebre, pero no le faltó el amor de la más excelsa de las madres y de un padre adoptivo que se entregó a su custodia con plena fidelidad a la vocación que Dios le había encomendado.
La familia de Nazaret, en la que transcurrió la vida oculta de Jesús, es, como recordara Pablo VI, ejemplo de silencio, de vida familiar y de trabajo, y como dijera Juan Pablo II, es “el prototipo de todas las familias cristianas”. En ella descubrimos a Jesús que vive obediente bajo la autoridad de María y José, aunque no cede en la prioridad que debe otorgar a su Padre celestial y les enseña a ello; y descubrimos también a un José laborioso y a una María contemplativa que medita los hechos y las palabras referidos a su Hijo en lo más profundo de su Corazón Inmaculado.