Muy queridos hermanos:
En el pórtico de este domingo IV de Adviento, la liturgia nos invita a cantar con palabras tomadas del profeta Isaías: Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador. La Iglesia expresa con este texto y su bella melodía gregoriana la verdadera identidad del Aquel que se digna entrar en nuestra historia y venir a nuestro encuentro; los cielos y las nubes indican que proviene de lo alto, es decir, que es «Hijo de Dios»; el hecho de que brote de la tierra significa que comparte nuestra condición humana, que se ha hecho hermano nuestro y desea recorrer nuestro mismo camino. Esta doble naturaleza del Verbo es puesta de relieve por san León Magno cuando afirma que el «hombre nuevo… aceptó nuestra antigua condición y, consustancial como era con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su madre», esto es, con María. Nos disponemos, pues, a celebrar una extraordinaria iniciativa de amor por parte de Dios hacia nosotros.
En medio de la expectación ante la inminente fiesta de Navidad, el motivo de nuestra alegría se ve acrecentado hoy por la reapertura parcial de la basílica a la entrada de los fieles para el culto sagrado. Damos gracias a Dios porque se ha dado un primer paso en el derecho que toda persona tiene a la libertad de culto. A los miembros de la comunidad benedictina nos invade, al mismo tiempo, un sentimiento profundo de gratitud hacia todos vosotros; hemos sido alentados y sostenidos por vuestra fe, por vuestro apoyo y vuestra perseverancia para que termine prevaleciendo la razón, la libertad y el derecho. Habéis superado muchas dificultades: incómodos controles, largas esperas, fríos intensos… En verdad, esta comunidad de monjes no es nada sin Dios, no es nada sin la Iglesia, tampoco es nada sin vosotros. Gracias por todo el esfuerzo que habéis realizado y por vuestra oración.
En la segunda lectura, hemos escuchado cómo san Pablo escribía a los cristianos de Roma diciéndoles que había recibido una misión: hacer que todos respondan a la fe, para gloria de Cristo Jesús. Los monjes de esta comunidad tenemos la convicción profunda de que la Iglesia nos ha encomendado también en este lugar un ministerio de oración y reconciliación. Queremos que desde aquí nuestra plegaria alcance a todos los hombres, sin distinción alguna, a quienes os acercáis con frecuencia a participar en la eucaristía, incluso cada día, y a otros muchos que permanecen lejos. Ahora bien, la naturaleza de este monumento no se concibe sin la presencia diaria de los monjes benedictinos en esta basílica, ni tampoco sin la presencia de los fieles que deseen libremente unirse a su servicio de intercesión y alabanza.
Me gustaría reafirmar aquí lo que nuestro padre abad ha repetido sin descanso desde que comenzara su ministerio abacial en el año 2004: éste es un lugar de reconciliación, el Valle es un espacio abierto a todo aquel que quiera acercarse a Dios, un lugar donde se implora y se construye la paz. Y me atrevería a decir que lo es ante todo por la presencia desde hace 52 años de la comunidad monástica, consagrada a la plegaria y a la acogida de cuantos en su vida necesitan ser escuchados, orientados o consolados. El alma del Valle de los Caídos es un alma benedictina: porque son los monjes, los que por encima de ideologías han ido dando forma, han ido configurando día tras día el verdadero rostro de este lugar. Como sabéis, en el lema de nuestra Orden figura solamente una palabra: PAZ. Los monjes de san Benito desde hace 14 siglos se han esforzado por ser servidores de la paz en medio de los avatares de la historia, constructores de paz allí donde han echado raíces. La paz es la pasión de esta comunidad monástica: una paz que sólo se construye mediante la justicia, el respeto del derecho y la libertad, y por supuesto, con el sentido trascendente de la historia personal y comunitaria. Desde aquí queremos irradiar este anhelo de paz y de unidad, principios tan heridos y frágiles en la sociedad española actual; deseamos fomentar los valores que nos hacen sentirnos hermanos, que nos fortalecen para afrontar las dificultades y los retos del momento presente. En este sentido, nuestras dos hospederías han sido siempre ámbito privilegiado de encuentro y diálogo fraterno, espacio donde hacer realidad el deseo de nuestro Padre san Benito: acoger a cuantos se acercan al monasterio como a Cristo en persona.
El Valle es también un lugar de cultura, de esa cultura que hizo nacer Europa. El amor a la verdadera sabiduría, el estudio serio de las ciencias humanas y sagradas y, cómo no, la gran labor de la escolanía de niños cantores han sido los pilares que han caracterizado esta realidad. En una palabra, espiritualidad, cultura y acogida fraterna constituyen la auténtica entraña del Valle, todo ello al servicio de los hombres y mujeres de nuestra sociedad.
Pidamos, por intercesión de santa María, Reina de la paz, que la luz de Jesucristo penetre en todos los corazones, derribe los muros del odio y la separación, ilumine el sentido de nuestras vidas y nuestros esfuerzos. Que la misericordia que viene de lo alto nos impulse a asumir de nuevo el reto de la reconciliación, a dejar a un lado los revanchismos, los rencores estériles y las ideologías destructivas. ¡Sólo con Cristo es posible una sociedad reconciliada! ¡Sólo con Cristo es posible lograr la unidad y la paz! Necesitamos gritar, queridos hermanos, con nuestra vida desde el corazón de la Iglesia: Veni Domine et noli tardare ¡Ven, Señor, no tardes más! ¡Ven en ayuda de tu pueblo, que te aguarda! ¡Ten compasión de los que esperamos en Ti!