Hermanos queridos que habéis venido de tan lejos y desde lejos seguís también por la TV la Eucaristía celebrada en estas circunstancias de dolor y gozo: la unión de los fieles a Cristo aun teniendo que sufrir cansancio, frío e incomprensiones es gozo finalmente para todos, pues vuestro sacrificio unido al gran sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, que ahora nos disponemos a actualizar en la Eucaristía, es fuente de salvación, de cuantiosas gracias de conversión para los que estáis aquí congregados, como hemos comprobado todos, aunque de modo privilegiado, los sacerdotes que hemos estado confesando los domingos pasados. Pero estas gracias desbordan y llegan también a aquellos hermanos nuestros que no comparten nuestra fe.
Nuestro corazón está sometido a las mismas estrecheces que padece todo ser humano, pero en la memoria eficaz y viva del sacrificio de Cristo que estamos celebrando se vuelve católico, es decir, universal, y nuestros brazos, como los de Cristo en la Cruz, buscan la reconciliación por la única vía capaz de alcanzarla: la muerte y resurrección de Cristo que nos ha reconciliado con el Padre de toda la humanidad y ha hecho de su pueblo elegido en primer lugar, los judíos, y de las naciones, el resto de los pueblos, uno sólo. Nuestra tarea es amarnos como Cristo nos ha amado con la fuerza que brota del sacramento de la unidad, y en el cielo ya nos comprenderemos unos a otros y descubriremos gozosos los dones que había comunicado a aquellos con quien en esta vida no alcanzamos ponernos de acuerdo.
El canto del introito Gaudete al comienzo de la Eucaristía nos invitaba a estar alegres porque el Señor está cerca. Quizás alguno de vosotros se pregunte: ¿A qué venida se refiere? Al ser un texto de san Pablo a los Filipenses, está claro que nos exhorta a prepararnos con gozo a la Segunda venida del Señor al final de los tiempos o Parusía. En la segunda lectura del Apóstol Santiago hemos escuchado: «Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca». Al final de la Biblia, en el capítulo 22 del Apocalipsis repite el Señor 4 veces «vengo pronto», porque su segunda venida es la meta y cumplimiento del plan de Dios, y por lo tanto, de la historia del género humano, o sea el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el cual todo se derrumba y desaparece, porque Dios ha comprometido su palabra. Pero no podemos ocultar nuestra extrañeza por esa precisión temporal cuando han pasado 20 siglos y aún estamos a la espera de tal acontecimiento. Hoy día poseemos unos datos de todos conocidos que cambian la perspectiva, pues durante veinte siglos el «vengo pronto» ha significado que Él viene con diligencia, que viene a su tiempo como lo hizo la primera vez. Es decir, que para ese encuentro anhelado Él está pronto siempre y así hemos de estar nosotros. Pero ahora ya no está justificado pensar que no sabemos cuándo vendrá el Señor o que para que venga quedan muchos siglos por delante. Hoy podemos decir que se han cumplido algunas de las señales que nos ofrece el Nuevo Testamento para afirmar que muchos de los aquí presentes pueden ser testigos de su Parusía.
Tomemos la Escritura en la mano como nos recomienda el papa Benedicto XVI en su reciente exhortación Verbum Domini sobre la Palabra de Dios, que os aconsejo vivamente la meditéis despacio. Acudamos a la Palabra para que nos aclare esta pregunta que nos hacemos de si está próxima o no la vuelta del Señor. Y veremos que aun cuando el Señor dio a entender que no correspondía a su carisma profético revelar el día y la hora exactos de su Venida, sin embargo sí que fijó dos señales de su cumplimiento. En el capítulo 24 de san Mateo (24,33) y en el 13 de san Marcos (13,10) leemos «es necesario que antes sea predicado el Evangelio a todos los pueblos», meta que los heroicos misioneros de todos los tiempos en líneas generales ya han alcanzado, aunque sigan penetrando capilarmente en pequeños territorios menos misionados o descristianizados. Y en el Evangelio de san Lucas hallamos la segunda señal dada por el mismo Señor: «Jerusalén será pisoteada hasta que se cumpla el tiempo de las naciones» (21,24). Desde 1948 el pueblo judío ya ha recuperado su territorio y soberanía, con lo cual la espera del Señor cobra ahora una significación temporal precisa. Hemos entrado en los últimos tiempos, pero esto no significa el fin del mundo, pues queda la etapa más bonita de la historia, el milenio santo del capítulo 20 de Apocalipsis, o sea el Reinado glorioso del Señor, que no es una segunda encarnación sino una presencia espiritual santificadora a través de la Eucaristía. Y tampoco es un reinado de riqueza material, pues esa es la mentira de la herejía que se denomina milenarismo, la pretensión de un mesianismo temporal, una falsa liberación de los pobres al margen de Dios o contra Él. Pero antes del verdadero milenio santo en el que el demonio estará totalmente anulado, la Iglesia como dice el Catecismo de la Iglesia católica ha de pasar por la pasión de su Señor, «una tribulación como no la ha habido antes ni la habrá después» en palabras del mismo Jesús (Mt 24,21).
Permitidme recordar que san Pablo por su parte añade dos señales más unidas en el mismo versículo de la segunda carta a los Tesalonicenses: la de la gran apostasía y la del Anticristo. El texto suena así: «No se inquiete fácilmente vuestro ánimo ni os alarméis: ni por revelaciones, ni por rumores, ni por alguna carta que se nos atribuya, como si fuera inminente el día del Señor. Que de ninguna manera os engañe nadie, porque primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y alza sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es adorado, hasta el punto de sentarse él mismo en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios»(2,2-4). Para saber si lo que estamos viviendo hoy corresponde a la gran apostasía poseemos el testimonio de un vigía de nuestro tiempo que ha ocupado una atalaya excepcional para captar el rumbo que está siguiendo la humanidad. El venerable Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia in Europa afirma que Europa está sumergida en una «apostasía silenciosa». Casi a diario llegan noticias de que dicha apostasía es cada vez más clamorosa y que lo dicho por el papa referido a Europa se puede extender en nuestro mundo globalizado a la mayoría de las naciones. En cuanto al anticristo, todavía no ha hecho su aparición, gracias a Dios, aunque según el fino análisis de otro vigía excepcional de su época, en el siglo XIX, el beato John Henry Newman, en sus cuatro sermones sobre el Anticristo, muy oportunamente editados este otoño en Madrid, hace alusión a personajes históricos que fueron candidatos al ignominioso título, sin llegar a cumplir ninguno con los requisitos tan tremendos de su figura. Por sorpresa, cuando parezca que el Anticristo alcanza plenamente su objetivo, en ese momento sobrecogedor, acortado por las oraciones y sacrificios de los justos, como la gran tribulación que le precede, en el momento más penoso para los creyentes se cumplirá la gran esperanza, pues inmediatamente se produce la Venida del Señor rodeado de todos sus santos para derribar con el leve soplo de su boca al gran impostor de la historia. Tres señales precursoras ya cumplidas, y la cuarta es la que abre puerta al Señor. Las cuatro –y no son las únicas– tienen una misión semejante a la de Juan el Bautista, avisarnos para disponer nuestro espíritu a ser purificado y recibir con gozo la gracia culminante de la historia.
¿Qué hacer ante lo que está ya a la puerta? El apóstol Santiago nos ha dicho que nos mantegamos firmes. ¿Cómo? Por la oración y la lectura orante de la Palabra de Dios. Confiando en que si Dios ama a todos los hombres, con sus elegidos tiene detalles de amor muy singulares. Tratemos de tenerlos nosotros con Él y de hacer todas nuestras tareas unidos a Él. El canto de Comunión, bellísimo en su sencillez, nos dice: «Decid a los cobardes de corazón: estad firmes y no temáis, mirad que vendrá el Señor y nos salvará» .La palabra que hemos escuchado en las lecturas se hace realidad al recibir la comunión, pues realmente viene el Señor y nos salva.
Y sigue la lectura «no os quejéis –o no murmuréis– unos de otros». Esto se opone al mandamiento del amor. El testimonio de la unidad familiar y de la unión eclesial en torno al Vicario de Cristo, al papa, será lo que convierta a los alejados y a los tibios.
Hoy se celebra la Virgen de Guadalupe, verdadera abogada de todas las causas justas de los pobres de bienes materiales y de los pobres pecadores que somos todos. El Corazón Inmaculado de María ha inundado los caminos de la historia reciente de sus visitaciones de Gracia para prepararnos a la gran prueba que nos espera antes de la Segunda venida gloriosa de su Hijo. Encomendemos a Ella este gran adviento unidos a todos los hombres que aún no la conocen y no la aman y en especial a nuestros hermanos judíos para que se preparen con nosotros a lo que para ellos es primera venida del Mesías y entonces darán el paso de fe que les queda por dar.