“Mi siervo justificará a muchos porque cargó con sus crímenes” (Is 52, 11), hemos escuchado al profeta Isaías. Ayer, al conmemorar la institución de la Eucaristía, escuchábamos las palabras de Jesús: ‘esto es mi cuerpo, esta es mi sangre, entregados para el perdón de los pecados.
Todo lo que sabemos de esta muerte de Cristo la pone en relación directa con el pecado del hombre. Él es la causa de esa muerte, así como del horror y del amor que la acompañó. A su vez esa muerte es la causa del perdón y de la purificación del pecado del mundo. Esta es la afirmación permanente de la fe: alguien introdujo en el mundo el pecado y la muerte; Alguien ha venido para vencerlos al precio de su sangre, a fin de liberar a la humanidad del peso de sus culpas.
La necesidad de esta muerte puede no ser considerada justificada por muchos, que tal vez ni siquiera creen en el pecado. Pero el testimonio de la Escritura y de la historia afirma que “todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención en Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio expiatorio por su sangre” (Rm 3, 23-25). Como dijo de Él Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
Los profetas de Israel habían anticipado esta acción salvadora: “Tú, Señor, has salido a salvar a tu pueblo, a salvar a tu ungido” (Hab 3, 13). El apóstol San Juan la describió lacónicamente: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn, 4, 10), y los redimidos lo proclaman ante el trono del Cordero: “con tu sangre adquiriste para Dios hombres toda raza, lengua y nación (Ap 5, 9).
Una liberación que tiene por fin el que los que han recibido este perdón “ya no vivan para sí sino para Aquel que por ellos murió y resucitó” (2 Cor, 5..). Porque “Cristo, cargado con nuestros pecados, subió al leño para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia” (1 Pe 2, 24), es decir, para la santidad en la que el hombre fue constituido y a la que Dios nos ha querido restituir satisfaciendo por nuestros pecados por su propia inmolación “Cristo me amó y se entregó por mí” en la Cruz (Gal 1, 4). Ayer entregó su Cuerpo vivo para la vida del mundo, hoy entrega su cuerpo muerto para la salvación de la humanidad; dentro de dos días entregará su cuerpo glorioso para la resurrección final. La muerte de Dios en Cristo da la medida de todo lo que el pecado significa en la historia de Dios y en la del hombre, es decir, de todo lo que significa oponer la propia elección al designio de Dios cuando su voluntad es_x000D_ suplantada por todo aquello que el mundo adora. La Cruz ha debido ser la respuesta a esa ofuscación, que sólo pudo ser sanada por la acción extrema de una muerte divina. Ella representa el lenguaje más perentorio que la humanidad ha escuchado para ponerla ante su realidad.
De ahí la necesidad de confrontar nuestras ideas y actitudes con la Pasión de Cristo. Porque también los pecados de hoy, las transgresiones y desórdenes sobre los que estamos organizando nuestra vida privada y colectiva, fueron causa de aquella muerte. Una muerte que no hubiera sido necesaria si fuera cierta la legitimidad que atribuimos a nuestras ideas y formas de vida. Si esa muerte no fue un error de Dios, del que habría sido víctima su propio Hijo, el error es nuestro cuando concebimos la existencia y el tiempo presentes en oposición a la verdad por la que Cristo expiró en la Cruz: la verdad de que el pecado existe, que el pecado niega a Dios y al hombre, y que su redención ha precisado la entrega de la vida del Hijo de Dios.
“No os rescataron con oro o plata, sino al precio de la sangre del Cordero inmaculado”, escribe San Pedro (1 Pe 1, 18). No nos rescatan las libertades y los derechos humanos que tan generosamente nos concedemos, ni las conquistas de la ciencia o del progreso, ni quienes nos prometen un futuro donde será únicamente nuestra voluntad la que dicte la ley y los principios que gobiernen los actos humanos.
Todos tendríamos que estremecernos si termina por imponerse la ausencia de Dios del interior del hombre y de la sociedad humana, porque ello provocará un vacío, que será ocupado no sólo por lo que es antagónico de Dios, sino por todo lo que es antihumano, y que producirá la alteración de la constitución espiritual, moral e incluso biológica y ecológica del hombre. La tierra, santuario de Dios, puede ser entonces convertida, como la vio San Juan en el Apocalipsis, en “guarida de todo espíritu impuro, en refugio de toda ave inmunda y odiosa” (Ap18.), en una tierra “desolada y vacía” (Gen…), como se encontraba antes de que el Espíritu de Dios alentase sobre ella.
Por el contrario, una actitud coherente sería la que nos recomienda San Pablo: “alcanzar la experiencia íntima de Cristo, la experiencia del poder de su resurrección y de la comunión en sus padecimientos, configurándonos así a su muerte” (Flp. 3, 10). En realidad, el mundo se debería poner a sí mismo en la cruz para acompañar a Cristo en su muerte salvadora, asumiendo su parte en ella, de manera que ‘todo el dolor del mundo se uniera al de Cristo para lavar a la humanidad’.
“No hay parte ilesa en mi carne a causa de mis pecados”, puede decir Jesús, al convertir nuestros pecados en suyos. Sobre Él recae el peso del mundo, que es el peso de sus culpas. De ahí que San Pablo nos invite a compartir los dolores de Cristo para reparar los pecados junto a esa Cruz que es signo del dolor de Dios y de los hombres, pero que es también nombre de victoria y resurrección.
Hoy pedimos a la Madre dolorosa que prepare en todos nosotros ‘un corazón contrito y humillado’, y que obtenga para ‘todos los pueblos labios puros para que invoquen el Nombre del Señor y le sirvan unánimes’ (Sof 3, 9), con un corazón y un espíritu nuevos, “de manera que Él se convierta, para todos los que le obedecen, en autor de salvación eterna” (Hb 5, 9).