Por tercer año consecutivo, aunque el año pasado tuvimos que hacerlo a puerta cerrada, celebramos hoy en la basílica del Valle el funeral por todos los Caídos.
En este mes de Noviembre en que los cristianos evocamos la memoria de nuestros difuntos, al día siguiente de la conmemoración global de todos ellos, nosotros ponemos en presencia de Dios el recuerdo de esa porción de personas que, en un tiempo ya lejano pero a la vez presente, hicieron el sacrificio de sus vidas en nombre de sus ideales al servicio de Dios o de España, o de ambos a la vez._x000D_ Pero el nuestro no es un simple recuerdo histórico ni una mera evocación de sus nombres o de los hechos que protagonizaron. Es una memoria litúrgica que pone en juego la eficacia sacramental de la iglesia, a fin que la gracia de Dios descienda sobre aquellos que encomendamos a su misericordia.
Cualquier otra clase de referencia que podamos hacer sobre ellos se queda en meras palabras que, aunque sean de honra o respeto sinceros, solo tocan la superficie. Y si no debemos escatimar ese homenaje humano, aquellos que además de miembros de la sociedad civil pertenecemos a la comunidad cristiana, ante todo hemos de elevar nuestros sentimientos para confiar hoy a Dios lo más decisivo: el destino de sus almas._x000D_ Es precisamente la finalidad para la que fue creado este templo. Por una parte, como mausoleo que alberga sus restos y sirve de memorial a las personas que, aun sin estar enterradas aquí, fueron actores de aquellos acontecimientos. Así lo expresa la Carta Apostólica de Pio XII en 1958, por la que se erige la Abadía del Valle de los Caídos: “se ha levantado un monumento en recuerdo de aquellos que en la guerra civil entregaron su vida por una u otra causa”.
Pero unos y otros se encuentran aquí en un lugar sagrado, a la sombra de la cruz de Cristo, bajo la mirada de Dios, y son destinatarios de una oración común y permanente. Por ellos se ofrece diariamente la celebración eucarística que es, simultáneamente, la acción máxima llevada a cabo para la gloria de Dios y para salvación de los hombres. Una salvación que se traduce en la eficacia de la sangre derramada en la cruz para la liberación de los pecados, para ser ofrecida como intercesión por las almas de los que ya han muerto, y para obtener un día la resurrección final.
No es inútil recordar que esa sangre que se nos ha dejado como testimonio de la muerte del Redentor, es precisamente la de un sacrificado: el Justo, el Inocente por excelencia, pero que fue muerto a manos de todos y para la liberación de todos. Todos nos redimimos y nos reconciliamos cuando dejamos que esa sangre caiga sobre nosotros y sea el baño que elimine nuestras discordias: ‘por la sangre de Cristo, nos dice la Escritura, los dos pueblos opuestos han visto derribado el muro que los separaba, hasta formar con ambos un solo cuerpo mediante la Cruz’ (cf Ef 2,13-16). Dos pueblos o dos mitades de un mismo pueblo que se había escindido entre sí.
Cuando renunciamos a encontrarnos unidos en la misma Verdad fundamental, cuando dejamos de reconocer al mismo y único Señor y Maestro de los hombres, cuando no es Dios y su Ley los que cohesionan las voluntades, estamos abriendo la puerta a todos los antagonismos y rupturas. Nadie puede modificar el hecho de que “Él, Cristo, es nuestra Paz” (Ef 2,14), y que, por tanto, toda paz y toda unidad son ficticias si no descansan en Él.
No basta multiplicar los gestos y los slogans para hacer real esa paz. Es únicamente Cristo el que nos reúne, el que nos convoca procedentes “de toda raza, pueblo y nación y hace de nosotros un reino” (…). Él es el Príncipe de la Paz, el que hace de los contrarios uno solo, y de todo lo que está fragmentado y dividido una realidad única.
Basta que nos acojamos a Su Nombre para que sea esa Paz de Cristo la que ponga orden en nuestros corazones, como gráficamente nos dice S. Pablo (cf Col 1, 2). Entonces perteneceremos a aquellos de los que hablan las bienaventuranzas del Evangelio: “dichosos los que trabajan por la paz porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).
Como decía, hoy es el día elegido en nuestra Basílica para orar especialmente por todos los caídos en la contienda española, cualquiera que sea el lugar donde se encuentren sus restos. Hablamos mucho de ellos, pero apenas intentamos entender el mensaje que ellos nos están enviando desde la visión, sin duda común, que hoy tienen de nuestro pasado colectivo y de nuestro presente.
Una visión que ya no se presta a engaños, y desde la que nos dicen con toda la fuerza de que son capaces: reconciliaos; haced el máximo esfuerzo para no repetir los errores de entonces y de tiempos más recientes. No dejéis que el rencor o la hostilidad os impida sentiros hermanados, más allá de las inevitables diferencias que, correctamente encauzadas y sinceramente respetadas, no os oponen porque pueden enriquecer el bien común. Renovad la conciencia de nuestra herencia colectiva, que durante siglos ha tenido como prioridad el dar a Dios lo que es de Dios. Porque sin esta condición no hay porvenir ni para los individuos ni para los pueblos.
Es el mensaje de pacificación y de buen sentido que vuelve a ser necesario trasmitir, y al que este lugar del Valle de los Caídos quiere servir sin injerencias ni obstáculos.