Desde hace tres años la Basílica del Valle de los Caídos viene celebrando en este día el funeral por todos los Caídos en la guerra española. La comunidad de monjes recibió desde su fundación el encargo de ofrecer anualmente una Misa en sufragio por cuantos cayeron en aquella contienda, significando así la voluntad de hermanar a todos, no sólo ofreciéndoles la misma sepultura común, sino el mismo rito religioso por el que se extiende a todos los hombres el acontecimiento de la muerte y de la resurrección reconciliadoras de Cristo.
Desde una perspectiva a la vez humana y trascendente no es posible invocar una realidad superior a esta para ofrecerla como lugar de encuentro y como garantía para sellar una confraternidad recíproca. Dios mismo no halló otra para demostrar su voluntad de encontrarse con el hombre y de que el hombre sellara la paz con Él. Cuando no se acepta un compromiso de paz junto a un altar, cualquier otro intento resulta estéril.
Pero no sólo una vez por año sino cada día, desde que llegamos hace cincuenta y tantos años, nosotros renovamos esta memoria de todos los caídos en la propia Basílica que los cobija aquí en el Valle. No es un gesto solamente nuestro. La fe cristiana nos dice que aquellos en cuyo sufragio se dice la Misa se unen de alguna manera a la misma. Por eso creemos que ellos y nosotros formamos una sola asamblea en la que participamos, cada uno a nuestro modo, en el mismo sacrificio eucarístico. En él, y en la oración diaria de los monjes, nosotros hacemos presente todo lo que afecta a nuestra comunidad nacional, ahora y en su futuro: el bien, la paz, la prosperidad, la fe de los españoles.
En especial, insistimos en el progreso de la reconciliación y de la convivencia pacífica, también ahora en lo que se refiere a la paz religiosa, sobre la que se ciernen amenazas que se creían superadas, y que se expresan en ese antagonismo hacia los símbolos religiosos y las opciones morales profesadas por tantos cristianos españoles. A pesar de la censura extrema que a veces se expresa en relación al Valle de los Caídos, este lugar ha nacido y ha persistido con una voluntad expresa de ser llamada y conciencia de la necesidad de reconciliación en nuestra sociedad. Esa voluntad que se expresó en los símbolos que una nación de cultura cristiana reconoce fácilmente en su significado reconciliador, como es la Cruz, pero también en la inspiración y en los fines que expresaban la razón de ser de este monumento.
Fines que se centraron en la voluntad expresa de contribuir a superar los desgarramientos internos de la sociedad española. El mensaje de esos símbolos no se refiere a la memoria de un triunfo, sino el llamamiento a nuestra nación para que, sobre la base de una concordia recobrada y sobre un proyecto de magnanimidad y tolerancia recíprocos, recuperara la conciencia de su unidad espiritual y social. Esa es la condición de cualquier proyecto común entre nosotros. Un proyecto que cuente con el factor espiritual porque cuando éste es abandonado, cuando una nación rompe con Dios, corre el riesgo de romperse en sí misma, porque entonces su aglutinante esencial se ha disuelto.
La palabra que nos ha de sanar de nuestras discordias hereditarias no es la que digan las leyes, o los partidos o los formadores de la opinión pública, sino la que pronuncien los corazones y las voluntades dirigidos por el sentido del bien común y por el respeto a la ley suprema de Dios. Entonces estaremos en el buen camino para poner fin de verdad a nuestras contiendas, para sepultar todos los enconos, y para que nos decidamos a consolidar, en lugar de resquebrajar, nuestra convivencia. Todo esto es posible a la sombra de una Cruz, al pie de un altar.