En el amanecer del día de ayer el Señor se llevaba consigo al P. Manuel Garrido Bonaño. Tenía 87 años y era monje desde los 21, cuando a esa edad llegó al Mon. de Silos. Su tránsito ha tenido lugar entre la solemnidad de la Exaltación de la Santa Cruz y el Domingo, Día del Señor, en fecha 15 de septiembre, día en que, en el calendario de la Iglesia universal, se celebra la memoria de Nra. Sra. de los Dolores. Esta coincidencia de fechas y acontecimientos litúrgicos puede considerarse algo más que casual cuando confluyen en alguien que centró su vida en la celebración, en el amor y en el estudio de la liturgia de la Iglesia, y al mismo tiempo pasó la mayor parte de sus años a la sombra de esta Cruz del Valle y de Nra. Sra. de la Piedad.
Su vida estuvo marcada muy especialmente por esta identificación, como monje y sacerdote, con el misterio de la liturgia desde aquellos en años en que se abría paso en España el movimiento litúrgico y en que el Concilio Vaticano II ponía en el centro de la renovación y de la espiritualidad de la Iglesia la celebración de la vida, de la gracia y de los sacramentos de Cristo. En ellos se hace presente, de manera permanente, el escenario de los acontecimientos de su vida que constituyen el entramado del año litúrgico, en el que se renueva diariamente la realidad viva de los hechos salvadores.
Durante todos estos años su vida espiritual e intelectual ha girado incesantemente en torno a esta vida de Cristo y de la Iglesia, que él ha hecho propia y que ha trasmitido en sus escritos y con su palabra a innumerables personas. De ellas, son muchas las que le recuerdan como uno de los más insignes maestros y propagadores del movimiento y de la ciencia litúrgicos en nuestra país. De hecho, muchos de los que en los años del postconcilio han estudiado o extendido entre nosotros los conocimientos y la espiritualidad litúrgicos le han tenido como uno de sus principales preceptores, y su nombre ha quedado en la historia del mov. Litúrgico en España como una de sus pioneros_x000D_ Su amor a la Iglesia, que fue una de las características más destacadas de su espiritualidad, le llevó también a investigar y difundir las biografías de no pocas personas insignes por la santidad de su vida, pero cuyo conocimiento entre el pueblo cristiano estaba poco extendido. Fue una de las actividades con que ocupó la última etapa de su vida, siempre caracterizada por un gran amor al trabajo. Y junto a este, tantas otras cosas por las que ofrecía constantemente sus días y sus pruebas: las intenciones que había llevado siempre en el corazón: La Iglesia, el Papa, la unidad de los cristianos, las misiones, la comunidad, las vocaciones, España…
Toda espiritualidad litúrgica y eclesial se centra en el altar, en el que diariamente se repite el misterio de la muerte y resurrección de Cristo y se prefigura la nuestra. Junto a él repetimos con S. Pablo: “la muerte ha sido absorbida por la victoria”, porque en él (altar) “Cristo se muestra como Señor de vivos y muertos”. Esta fe en la victoria de Cristo sobre todo lo que se opone a la vida nos da la certeza de que lo que se aproxima para nosotros no es el fin sino el principio, no el ocaso sino el alumbramiento definitivo. No es verdad que nuestros días se disipen para siempre.
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El hombre no es sólo tiempo y materia. Es espíritu inmortal. Posee una raíz humana pero también un principio divino. Su origen está en quien es la Fuente de la Vida y desemboca en el Océano de la Vida. No somos resultado de la nada o de la casualidad, sino los hijos que vuelven al Padre. Por eso, también nosotros afirmamos que “nuestra esperanza está llena de inmortalidad”. Nosotros que, aunque tenemos que pasar por la muerte, hemos sido creados para la vida, como le ocurrió al mismo que, siendo la Vida, aceptó pagar el tributo de la muerte que nosotros le impusimos. Es la realidad que celebramos diariamente sobre el altar.
Junto a él escuchamos que la voluntad divina es que el hombre tenga vida y la tenga en abundancia, porque Él rescata la vida de la fosa, y como un águila renueva nuestra juventud. Él trasforma nuestra condición humana según el modelo de su condición gloriosa con esa energía que posee para sometérselo todo, en espera de la manifestación gloriosa de los hijos de Dios (1 Cor 1).
En realidad, caminamos con la fuerza de un meteorito hacia nuestro punto de encuentro, con la seguridad de un átomo hacia nuestro centro, pero no para desintegrarnos sino para ser colmados. Esto es lo que pedimos y esperamos para nuestro hermano el P. Manuel.