Como en el Oficio de Lecturas, también nosotros en este momento exclamamos: Te alabamos, Señor, en esta festividad de N.P. S. Benito, en la que dos hijos suyos y hermanos nuestros conmemoran el doble acontecimiento de una ordenación sacerdotal y una profesión religiosa, llevados a cabo en una fecha ya bastante lejana. Tal vez podríamos estar tentados de fijarnos más en esa lejanía que en el acontecimiento mismo, y pensar que esta edad, la vuestra y la de algunos de nosotros, es una edad estéril, o que la fecha de hoy llega cargada de recuerdos y nostalgias, bajo la sensación de la inutilidad presente, porque el tiempo se escapa definitivamente y nosotros con él.
La realidad, sin embargo, vista desde una perspectiva superior, es que nos queda todo: todo lo que de verdad merece la pena. Nos queda la vida que hemos vivido para Dios: todo lo que hemos hecho en su presencia, todo lo que hemos recibido de Él y todo lo que hemos podido ofrecerle a Él, aunque siempre será poco para lo que Él y nosotros hubiéramos deseado. Nada de eso ha pasado, porque todo ha quedado grabado en el libro de la Vida, y también en lo más profundo de nosotros mismos.
Y nos quedan también los instantes que Él todavía nos conceda. Muchos o pocos, en realidad cada instante vale una eternidad. En cada uno de ellos podemos abarcar completamente a Dios, y en Él todo lo que es de Dios. Esa totalidad forma parte también de nuestra propia riqueza actual: la abundancia de Dios y la juventud de Dios, que son nuestras. De hecho, pasan los días y los años pero permanecen nuestras obras, pocas o muchas, ricas o pobres, pero que podemos seguir enriqueciendo y purificando hasta el final.
Una cosa es la eficacia externa de nuestra vida, nuestro servicio a los demás, que exteriormente puede ser cada vez más limitado. Pero sigue a nuestra disposición y a la de los demás lo más importante de todo lo que hemos sido y hecho: nuestra consagración a Dios y nuestro sacerdocio. Por eso, seguimos siendo completamente eficaces para Dios, para la Iglesia, para nuestros hermanos y para todos los hombres.
Porque esas dos realidades fundamentales –oblación y sacerdocio- perseveran en nosotros y pueden seguir creciendo y aumentando en perfección. Además, sabemos que la eficacia más importante no se mide por nuestra acción externa, sino por la acción de Dios en nosotros y a través de nosotros. Aquí no hay más límites que los que nosotros mismos pongamos a esa acción. Pero es importante que reparemos en que si también para los obreros de la última hora hay un mérito y un salario, la hay con más razón para los que han perseverado desde la primera hasta la última hora y continúan, día tras día, trabajando en la viña de Dios.
Un día dijisteis también vosotros con el salmo 121: “vamos a la casa del Señor…, para celebrar el nombre del Señor”; para vivir en Su Casa ‘alabándole siempre’, con una vida dedicada enteramente a Él mediante la consagración religiosa monástica, en la búsqueda permanente de Dios y en la celebración de sus alabanzas, y al mismo tiempo en el ejercicio del presbiterado como administradores de los misterios divinos.
Nosotros no damos a este sacerdocio una dimensión pastoral. Pero como todo sacerdote celebramos en la persona de Cristo, en nombre de la Iglesia y para toda la Iglesia, de manera que esta acción sacerdotal da a la vida litúrgica del monje una plenitud de sentido y de fecundidad para la gloria de Dios, y como prolongación de la mediación salvadora de Cristo, a través de los sacramentos y en especial de la Eucaristía. Aquí nuestra capacidad de presencia y de actividad es ilimitada, porque es la actividad misma de Cristo la que en ellos se pone en acción.
También vosotros escuchasteis en un momento muy temprano de vuestra vida: “el que quiera venir en pos de Mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Tenéis a vuestra espalda muchos años de seguimiento de Cristo junto a la cruz y el altar. Pero la llamada continúa resonando en vosotros y, junto a ellos –la cruz y el altar- hoy ratificáis vuestra respuesta y declaráis que continuáis vuestra ascensión en el seguimiento y en la búsqueda de Dios.
Con vosotros, unimos a la vuestra nuestra acción de gracias por este don de la llamada y de la perseverancia, y pedimos al Señor que Él siga siendo la fuente donde encontréis cada día la energía para recorrer, con Él y con vuestra Comunidad, el camino que Él tenga todavía previsto para vosotros. Deseamos que sea tan largo como fecundo, siempre bajo la guía y protección de N. P. S. Benito.