Queridos hermanos:
El mes de noviembre entero y muy especialmente el día de hoy están dedicados a la intercesión por las almas de los difuntos. Ayer celebrábamos la solemnidad de Todos los Santos, que nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad ante Dios, a la salvación eterna, a gozar de la dicha del Cielo con Él. Por su parte, la conmemoración litúrgica de hoy fue instituida a inicios del siglo XI por San Odilón, abad de Cluny, y nos recuerda la verdad del Purgatorio y el deber que tenemos de ofrecer nuestras oraciones, penitencias, limosnas y el Santo Sacrificio de la Misa para que las almas que se encuentran en ese estado puedan pasar a disfrutar de Dios.
La existencia del Purgatorio es un dogma de la fe católica, definido solemnemente en el II Concilio de Lyon en 1274. En la Sagrada Escritura, muy especialmente en los libros de los Macabeos, hay numerosos textos en los que se fundamenta la fe en el Purgatorio o unas penas purgantes. Para poder pasar a contemplar la belleza infinita de Dios en la eternidad, las almas deben estar limpias de toda mancha dejada por sus pecados. Lo mismo que cuando una persona asiste a una boda o a un encuentro importante tiene que ir con un vestido limpio, para ver a Dios tenemos que estar perfectamente purificados.
Entre los Padres de la Iglesia, San Agustín y el papa San Gregorio Magno fueron algunos de los que trataron el tema del Purgatorio con mayor profusión. El segundo incidió en la fuerza inmensa del Santo Sacrificio de la Misa ofrecido por las almas de los difuntos para que queden liberadas de las penas purgantes y puedan pasar a la gloria celestial. Esa fuerza viene del propio valor de la Santa Misa, porque en ella se realiza la renovación y actualización del Sacrificio de Cristo en el Calvario, así como de su Resurrección y Ascensión. Por eso, no hay nada más grande sobre la faz de la tierra que la Santa Misa y la Iglesia permite en el día de todos los Fieles Difuntos que los sacerdotes puedan celebrar tres Misas.
Nunca debemos olvidar que el bien o el mal que hagamos en esta vida tienen repercusiones de cara a nuestra salvación eterna, a la que Dios nos invita. Nuestra vida no se termina con la muerte: más bien comienza. Todos debiéramos meditar acerca de la muerte, no con un sentido tétrico, sino como una realidad de la vida humana ante la que ésta encuentra su sentido y ante la que debe decantarse por el bien o por el mal, teniendo presente que tras ella vendrá la realidad eterna, ya de gloria, ya de condenación.
El mes de noviembre nos introduce de lleno en la meditación de una parte de lo que tradicionalmente se ha conocido como “los Novísimos”, mientras que en el Adviento que le sigue podremos penetrar en la otra parte de ellos: aquella que se refiere al final de los tiempos y la Parusía o segunda venida de Jesucristo y el Juicio Final.
Pero los “Novísimos” se deben meditar siempre con esperanza. Es erróneo hacerlo con espíritu morboso, tétrico, catastrofista o adivinatorio. La actitud cristiana es de esperanza, virtud teologal infundida por Dios en nuestra alma para confiar en la grandeza de la Bondad y de la Misericordia de Dios, que nos invita al arrepentimiento y a la conversión para alcanzar la vida eterna.
En este mes de noviembre, por tanto, debemos recordar y meditar la realidad de la inmortalidad del alma y la fe en la resurrección final de los cuerpos, según el modelo del Cuerpo resucitado de Jesucristo en estado glorioso. No está de más recordar, en consecuencia, que rezar por vivos y difuntos es una de las obras de misericordia espirituales, y enterrar a los muertos es una de las obras de misericordia corporales. Y de ahí el respeto que la fe cristiana, acorde con la Ley Natural inscrita en el corazón de todos los hombres cuya razón gobierna adecuadamente en sus vidas, impone a la memoria de los difuntos, a sus restos mortales y a sus sepulturas.
“Dios quiere que todos los hombres sean salvos” (1Tim 2,3-4), dice San Pablo. Y Jesús nos habla de la inmortalidad y de que Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos” (Mc 12, 27; Lc 20,38). Dios desea que todos podamos llegar a gozar del Cielo, de la visión de Él mismo. Y por eso quiere que le roguemos por la liberación de las ánimas benditas del Purgatorio, que esperan nuestras oraciones y sacrificios y que ofrezcamos por ellas el Santo Sacrificio de la Misa.
En todo el mes de noviembre se puede ganar en esta Basílica indulgencia plenaria aplicable por las almas del Purgatorio, con las debidas condiciones de confesión sacramental, comunión eucarística, oración por el Papa y aversión al pecado.
Que María Santísima, que esperó con fe la Resurrección de su Hijo, interceda por las ánimas del Purgatorio y nos lleve a meditar en los misterios que ahora la Iglesia nos propone.