Queridos hermanos:
La solemnidad de Todos los Santos fue instituida por la Iglesia con el fin de honrar a todos aquellos hermanos nuestros que han alcanzado la gloria celestial en la eternidad, ya estén oficialmente beatificados y canonizados, ya hayan vivido la vida cristiana con fidelidad a Dios y ejercitando las virtudes aunque nos sean desconocidos. Esta fiesta nos permite descubrir, en consecuencia, cuál es el fin último del hombre, cuál es la meta a la que Dios le ha llamado y cuál es también la realidad del hombre en su ser natural creado por Dios, en su condición de ser herido por el pecado original y en su elevación hasta lo más alto por la acción de la gracia, la cual no destruye la naturaleza del hombre, sino que la lleva a su culminación, como enseña Santo Tomás de Aquino (Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8).
Es urgente clarificar en nuestros días esta realidad del hombre. El mundo occidental vive hoy inmerso en una profunda crisis antropológica, en una confusión absoluta sobre lo que el hombre verdaderamente es, porque se ha pretendido negar de forma radical su relación con el Creador. Las filosofías subjetivistas y materialistas de la Modernidad, queriendo poner al hombre en el centro de todas las cosas, no han hecho sino descentrarlo de su realidad y desvincularlo de su proyección hacia la trascendencia. El último eslabón de esta cadena es la ideología de género. Esta teoría, que se aplica en varias leyes, se enseña en colegios y universidades y se difunde por numerosos medios de comunicación, sostiene que las diferencias entre el varón y la mujer no corresponden a una naturaleza fija que haga a unos seres humanos varones y a otros mujeres, y que las diferencias en la manera de pensar, obrar y valorarse a sí mismos son el producto de una cultura y de una época determinados. En consecuencia, según quienes la defienden, el sexo ya no es definitorio y cada uno podrá elegir libremente el tipo de “género” al que quiera pertenecer, todos igualmente válidos: heterosexual, homosexual (gay o lesbiana) y bisexual. Además, últimamente se añaden las categorías “intersexual, transexual y queer”.
La ideología de género, por tanto, supone la negación misma de la naturaleza humana y del orden natural, como la recta razón y el sentido común descubren de inmediato. Supone la negación de esa realidad que el Génesis expresa cuando dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza: “a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1,27). El Papa Francisco ha incidido en esto, advirtiendo que, “para conocerse bien y crecer armónicamente, el ser humano necesita de la reciprocidad entre hombre y mujer” y que “la remoción de la diferencia (que efectúa esta ideología) es el problema, no la solución” (Audiencia del 15-IV-2015).
En el fondo, y como ha advertido con gran claridad el cardenal Sarah, detrás de la ideología de género cabe descubrir la mano de “el Satán”, de aquel que es “el acusador” del hombre (cf. Job1,6; Zac 3,1-2; Ap 12,10), el que por envidia busca su perdición y ha introducido la muerte (cf. Sab 2,23-24). No olvidemos que la furia de Satanás crece a medida que el curso de la Historia discurre hacia la consumación de los tiempos y la segunda venida de Cristo, porque el demonio sabe que su tiempo se acaba. Pero, frente a este proyecto diabólico que destruye al hombre negando el orden natural, es urgente poner nuevamente en valor el proyecto de Dios sobre el hombre, y de él nos habla la fiesta de hoy.
El proyecto divino sobre el hombre parte de la misma naturaleza humana, creada sabiamente por Dios. Parte, por tanto, de una naturaleza sexuada diferenciada en varón o mujer y que los diferencia física y psíquicamente, aunque ambos gozan de la misma dignidad ante Dios, pues el ser humano, varón o mujer, dispone siempre de una constitución de alma y cuerpo unidas sustancialmente. Es un ser con un componente material y espiritual estrechamente unidos y que lo define por esencia. Y es un ser personal, creado a imagen y semejanza de Dios, lo cual le confiere una dignidad de la que carece un animal irracional (Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 29, a. 3 in c, e ibíd. ad 2).
Por eso, Dios llama al hombre, varón y mujer, caído por el pecado original pero redimido por la sangre de Cristo, a acoger la gracia divina que lo puede elevar hasta adentrarse en lo más íntimo de Dios y llegar a hacerse uno con Él, siendo distinto en sustancia y sin perder su carácter personal, pero alcanzando una unión transformante de voluntades por el amor (cf. San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, 38-39). Dios nos llama, pues, a ser santos, cada uno en su estado: principalmente el matrimonial, el sacerdotal y el de la vida consagrada; cada uno recibiendo la gracia que le santifica en ese estado y creciendo en las virtudes, para vivir ya en esta vida, por medio de la gracia, la unión con Dios, hasta alcanzar la unión perfecta con la Santísima Trinidad en el Cielo.
En consecuencia, ya en esta vida debemos aspirar a tal transformación en Dios, que sea Él quien viva en nosotros. Es lo que dice San Pablo: “no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20); y el mismo Jesús: “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la Verdad”, y “el que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,16-17.23).
Seamos santos, iluminemos al mundo que nos rodea con nuestro ejemplo y aspiremos al Cielo, viviendo las Bienaventuranzas que Jesús nos ha proclamado en el Evangelio (Mt 5,1-12) y anhelando pertenecer al séquito de los santos que eternamente glorifican a Dios, según la descripción del Apocalipsis (Ap 7,2-4.9-14), sabiendo que entonces, como nos ha dicho el apóstol San Juan, “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3). Busquemos la contemplación de Dios y el Cielo, donde, como dice San Agustín, “descansaremos y contemplaremos; contemplaremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que será la dicha que no tiene fin” (De civitate Dei, XXII, 30). Que la Santísima Virgen, la toda santa y asunta al Cielo, nos ayude a llegar a esta meta.