Queridos hermanos:
Durante la procesión de entrada, la Escolanía ha cantado el introito gregoriano tomado de la Carta de San Pablo a los Gálatas (Gal 6,14): Nos autem gloriari oportet in cruce Domini nostri Iesu Christi: “Nosotros debemos gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, en la que se encuentra nuestra salvación, vida y resurrección, y por la cual hemos sido salvados y liberados”. Celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, porque la Cruz, signo de muerte ignominiosa en el mundo antiguo, ha sido convertida por Cristo en el Árbol de la Vida donde Él nos ha devuelto la amistad con Dios Padre e incluso nos ha alcanzado el ser hechos hijos adoptivos suyos, recibiendo el Espíritu Santo que nos vivifica y nos santifica (cf. Jn 1,12; Rm 8,14-17; Ef 1,5; 1Jn 3,1-2).
La Cruz, como bien lo reflejó San Buenaventura y lo ha recogido toda la Tradición de la Iglesia, es “el árbol de la vida” y del amor, pues en ella han sido vencidos la muerte, el pecado y el demonio. En la Cruz de Cristo se nos revelan las entrañas más profundas del amor de Dios, según hemos escuchado al mismo Jesús en el diálogo con Nicodemo del Evangelio de hoy (Jn 3,13-17): “Tanto amó Dios al mundo, que entregó su Unigénito para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
Por eso, no sólo debemos adorar la Cruz y quedarnos admirados de lo que en ella ha obrado el Hijo de Dios, sino que también, como discípulos de Jesucristo, habremos de participar de la Cruz, subiéndonos a ella y abrazándola con fuerza y con amor. No hay otra forma de santificarse y de llegar al Cielo. San Benito nos lo recuerda a los monjes al decir que, si participamos con paciencia en los sufrimientos de Cristo, mereceremos compartir también su reino (RB Pról., 50). Y San Juan de la Cruz lo expresa con claridad: “el que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo” (Dichos de luz y amor – Puntos de amor, 23).
Según un dicho español, “un santo triste es un triste santo”: la alegría espiritual es un elemento fundamental que ha de relucir al exterior en la vida de un santo, porque quien vive en Dios sabe que nada le falta y que tiene quien vele sobre él bondadosa y solícitamente. Pero esto no quita que se dé también otra realidad innegable: no hay santo sin cruz, porque la cruz es el signo del cristiano y Jesús fue el primero que la asumió para enseñarnos cómo llevarla e incluso cómo morir en ella. Por eso, la cruz no es sinónimo de tristeza espiritual; sí lo es de dolor y sufrimiento, pero de un sufrimiento que debe ser abrazado con amor de Dios, y ese amor de Dios es el que hace vivir la cruz con alegría.
El sufrimiento puede ser físico o moral, o bien ambos juntos. Aquel que se esfuerza por afrontar el sufrimiento mirando a Cristo en la Cruz e incluso subiéndose y abrazándose a la cruz desnuda, cuando hasta el mismo Cristo parece esconderse en ella, como decía San Rafael Arnáiz, llega a descubrir que, más allá del amor humano, el amor de Dios es el único capaz de sustentar al hombre; y lo es especialmente no ya cuando se palpa sensiblemente ese amor de Dios, sino cuando éste se vive con la pura fe, pues hasta el fervor puede faltar y hasta es posible tener la impresión de sufrir también el abandono de Dios, como el mismo Cristo lo experimentó en su naturaleza humana. La experiencia de la “noche oscura” en los santos místicos es muy rica en este punto; entre los santos recientes que han vivido esto, podemos recordar a la M. Teresa de Calcuta.
Esta experiencia tan íntima termina por penetrar con una mayor profundidad en la inmensidad del amor de Dios y de todo el misterio de Dios, alcanzando una alegría espiritual que confiere auténtica paz, la cual se transmite entonces al exterior. Y por eso los santos viven la misma cruz con alegría, sin temor a la persecución y a ningún mal exterior.
Ayer la Iglesia celebraba a San Juan Crisóstomo, quien fue desterrado dos veces por denunciar públicamente la corrupción y las inmoralidades de la corte de Constantinopla en el siglo IV. Ante la persecución, afirmaba: “Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? ‘Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir’. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena’. ¿La confiscación de los bienes? ‘Sin nada vinimos al mundo y sin nada nos iremos de él’. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. […] Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo’. Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña” (Homilía antes de partir al exilio).
A este respecto, cabe recordar y aplicarnos a nosotros mismos lo que Santa Maravillas de Jesús, de quien el próximo 12 de octubre se cumplirán cien años de su ingreso en el Carmelo de El Escorial, decía acerca de los momentos difíciles y de persecución que atravesaban sus carmelitas: “Cuando nos preguntan si estamos preocupadas, si tenemos miedo, me suena tan raro, me parece que tiene tan poca importancia cuanto a nosotras nos pueda pasar, y que sólo la tiene la gloria de Dios, y esto me pasa con lo del mundo” (Carta 336).
Abracémonos, pues, a la Cruz, “el signo de la vida”, como la denominó el papa San Gregorio Magno (Diálogos II, 3), y en la Cruz abracémonos a María, quien permaneció fiel a los pies de su Hijo crucificado y nos recibió como hijos en la persona de San Juan Evangelista.