Queridos hermanos:
Son preciosas estas afirmaciones que acabamos de escuchar de labios de Jesús en el Evangelio de San Juan (Jn 3,13-17), tomadas de su diálogo con Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó su Unigénito para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,16-17).
Aquí está expresado y sintetizado todo el amor de Dios al hombre, todo el misterio de la Redención, obrada por ese inmenso amor que no ha permitido dejar al hombre en el estado de postración en que había quedado a consecuencia del pecado original. La Redención ha supuesto la máxima expresión del amor divino: Dios nos ha enviado a su Hijo, a la segunda persona de la Santísima Trinidad, al Verbo eterno del Padre eterno, para que, asumiendo la naturaleza humana y siendo así verdadero Dios y verdadero hombre, viniera a rescatarnos del pecado y a otorgarnos la filiación adoptiva de Dios, la condición de hijos adoptivos de Dios, hechos hijos en el Hijo, de tal forma que ahora podemos llamar Padre (Abba) a Dios y hemos sido hechos coherederos de Dios con Cristo, como enseña San Pablo en la carta a los Romanos (Rm 8,14-17).
El envío de Jesucristo como Salvador y Mediador revela además el amor infinito de Dios mediante el abajamiento que supone la asunción de la naturaleza humana por parte de quien es Dios, tal como lo ha expuesto San Pablo en la segunda lectura, tomada de la carta a los Filipenses (Flp 2,6-11): “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. Esto es lo que teológicamente se conoce con el término griego de kénosis, es decir, el abajamiento o la humillación del Hijo de Dios al hacerse hombre. Sin dejar de ser Dios ni perder nada de su condición divina, asumió las limitaciones de la naturaleza humana, hasta el punto de aceptar la crudeza de la muerte.
Y precisamente, la muerte de Jesucristo es la expresión culminante de su amor por nosotros: una muerte de cruz, la peor del mundo antiguo, la más injuriosa, la más temida y la más cruel. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13), dijo a los apóstoles al despedirse de ellos en la Última Cena. Y Él ha dado su vida por todos nosotros para rescatarnos del poder del demonio, del pecado y de la muerte, entregándose a esa muerte ignominiosa y terrible de cruz.
Pero la muerte no ha tenido dominio sobre Jesucristo: aunque se sometió a ella demostrando su verdadera humanidad, triunfó resucitando en virtud de su divinidad. La Resurrección de Cristo, acontecimiento real y verdadero y a la vez histórico y que trasciende la historia, como enseña el Catecismo de Iglesia Católica (nn. 639, 647 y 656), es la victoria de Cristo. Y por eso mismo, la Cruz se ha convertido en símbolo máximo del amor de Dios, de la entrega de Jesucristo por amor, y en signo de triunfo y de victoria sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte.
¿Por qué extrañarnos entonces de que el signo de la Cruz sea combatido? Parecería, sin duda, que todos debieran reconocer en ella el signo del amor más grande, de la paz, del perdón y de la reconciliación. Y, sin embargo, es combatida. Indudablemente, el demonio no puede admitir que se dé culto a la Santa Cruz en la que él ha sido derrotado junto con el pecado y junto con la confusión que promueve con todas sus fuerzas entre los hombres. Hoy fácilmente se aplica por parte de algunos el sufijo “fobo” contra quienes no se suman al pensamiento único que tratan de imponer. Y sin embargo, los que tan fácilmente descalifican a otros tachándoles de xenófobos, islamófobos, homófobos, tránsfobos, etc., con frecuencia incurren ellos mismos en una cruel cristianofobia e incluso en una rabiosa Cristofobia, expresada, entre otros aspectos, en un intento constante por desterrar el signo de la cruz de todos los espacios públicos e incluso de los privados y de las personas si pueden. Por eso, no nos extrañemos de que la misma Cruz del Valle, mucho más allá de connotaciones políticas que la Cruz no tiene en sí, sea signo de contradicción.
Pero nosotros, sin miedo a un terrorismo cristofóbico que pueda desarrollarse con violencia física, verbal, mediática e incluso legal, miremos al árbol de la Cruz, árbol de vida en el cual estuvo clavada la salvación del mundo: el propio Salvador, Jesucristo, que en la Cruz amó, en la Cruz perdonó, en la Cruz murió y en la Cruz triunfó sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Miremos a la Cruz con la misma confianza con que los judíos en el desierto miraban a la serpiente de bronce alzada por Moisés entre el pueblo como estandarte de curación (Núm 21,4-9). Miremos a la Cruz con la esperanza de la salvación, con la esperanza de la vida eterna, con la esperanza del Cielo. Miremos a la Cruz con la confianza en el perdón de Dios sobre nuestros pecados, con la confianza en la misericordia de Dios hacia nuestras miserias, con la confianza en el amor de Dios que se derrama sobre nosotros desde los mismos brazos redentores y pacificadores de la Cruz. Y miremos a la Cruz, a cuyo pie encontraremos a María, la Virgen casta, la Madre de misericordia, la discípula fiel de su Hijo que permanece junto a Él y ante Él intercede por nosotros, alcanzando de Él y del Padre para nosotros el amor, el perdón y la salvación.