Queridos hermanos:
Como todas las fiestas del tiempo de Navidad, la de Epifanía nos ha llenado de alegría y gozo desde niños, con un carácter entrañable y lleno de ilusión que nos ha hecho esperar tantas veces el paso de los Reyes Magos, deseando encontrarnos con sus regalos y sus sorpresas. Las sonrisas de los niños en este día nos hacen pensar en la belleza de la inocencia y en la pureza carente de pecado y nos mueven a la generosidad y a transmitir alegría a los demás.
Y como todas las fiestas navideñas, es Dios hecho Niño por amor al hombre caído, al cual viene a redimir, quien da sentido a esta fiesta. Él es “la luz del mundo” (Jn 8,12), la única que nos puede iluminar y demostrar que toda otra luz nace de Él y a Él orienta, como comprendieron los Magos. Y así, según hemos escuchado de la boca del profeta Isaías (Is 60,1-6), su luz ilumina ahora a la tierra que estaba cubierta de tinieblas y a los pueblos que caminaban en oscuridad. Es el misterio que San Pablo expone a los Efesios y que antes estaba reservado sólo a los judíos (Ef 3,2-3a.5-6). Esto es la Epifanía: la manifestación del verdadero Dios a todos los pueblos, anunciando que ha venido al mundo para salvar a todos los hombres. Los Magos venidos de Oriente, seguramente de regiones de Persia y quizá de algunas otras y muy probablemente de condición regia como ha recogido la Tradición conforme a las profecías mesiánicas, reflejan esta realidad (Mt 2,1-12): el Niño nacido en Belén es Aquel a quien ellos reconocieron como el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”, el “Mesías”, el “Cristo”, el “Ungido”, Jesús, el “Salvador”.
No olvidemos, por otra parte, que en la fiesta de la Epifanía se han celebrado tradicionalmente tres elementos de una misma manifestación del Dios Salvador: la adoración de los Magos, el Bautismo de Jesús en el Jordán y el milagro de las bodas de Caná.
En un doble sentido, el mensaje de la Epifanía es un mensaje esperanzador, que nos anuncia la buena nueva de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres. Cristo ha venido a salvarnos y debemos gozarnos de ello y transmitirlo a todos. Es decir, todos los hombres, tanto judíos como gentiles, somos invitados por Dios a la salvación eterna. Más aún, casi somos requeridos amorosamente por Él a aceptar su salvación, a acogerla, pues su Unigénito llegará hasta el extremo de dar su vida por amor a nosotros en la Cruz redentora.
El segundo sentido esperanzador en que podemos incidir, es que la Epifanía nos manifiesta a Jesucristo como Señor de la Historia. Tal como se dice al comienzo de la Carta a los Hebreos: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo y por medio del cual ha realizado los siglos” (Hb 1,1-2).
A partir de aquí y de meditar la Historia de Israel y del mundo, al contemplar al Dios único y verdadero guiando su curso hacia el advenimiento del Salvador, varios Padres de la Iglesia comprendieron la existencia de una auténtica Teología de la Historia: es decir, la existencia de un sentido teológico en la Historia, de un plan divino sobre la historia del hombre en la tierra, enfocado a la redención de éste y al logro de su plenitud en Dios mismo. Algunos de estos Padres, como San Agustín, San Gregorio Magno, San Isidoro y San Beda, tomando como punto de partida el texto citado de la Carta a los Hebreos y mirando al conjunto de la Historia de la Salvación, delinearon unas edades del mundo que apuntaban como objetivo a la primera venida del Hijo de Dios con su Encarnación y a la segunda en su Parusía o manifestación gloriosa.
Esto nos debe proporcionar esperanza en nuestras vidas y en los tiempos que vivimos. La Epifanía del Señor es la manifestación del Dios Salvador a todos los pueblos, la manifestación de Jesucristo como Señor de la Historia, la manifestación de la Providencia divina, que vela con amor por su Creación y muy especialmente por el hombre, a quien ha querido rescatar del fango del pecado y hacer con él en Jesucristo y por Jesucristo una nueva creación (Col 1,15-20), un hombre nuevo (2Cor 5,17; Ef 4,22-24; Col 3,9-10), cuyo modelo es el Hombre perfecto, Jesucristo mismo (Ef 4,13), verdadero Dios y verdadero Hombre. La Epifanía nos habla del anonadamiento del Verbo de Dios, que se ha abajado asumiendo la debilidad de nuestra naturaleza humana para elevarnos consigo (Flp 2,6-11), haciéndonos así partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,4) e introduciéndonos en la vida misma de Dios, vida íntima de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo (cf. Jn 14,16-17.23.26: inhabitación trinitaria; Jn 15,9-10; 17,21-26).
Por eso, sabiendo que Dios es providente, que mira por nosotros, que hasta los cabellos de nuestra cabeza tiene contados y nos sostiene aún con mayor amor que el que tiene hacia las aves del cielo y los lirios del campo (Mt 6,26-30; 10,30; Lc 12,7.24.27), debemos vivir sin miedo, confiados plenamente en su Bondad infinita que guía el curso de la Historia y de nuestras vidas. En medio de los avatares, de las incertidumbres, de los sufrimientos, de las persecuciones, de las cruces con que Él realmente no quiere sino bendecirnos y hacernos partícipes de su Cruz gloriosa (Gal 2,19-20; 6,14), confiemos en este Dios providente y redentor que sabe sacar bien del mal y que de la Cruz ha hecho el árbol de la vida (cf. Gn 2,9). No temamos, porque Él nos ama, nos alienta en nuestras luchas hasta el final (1Cor 1,4) y nos quiere llevar consigo al Cielo.
Miremos también a María Santísima, a quien los Magos tuvieron la dicha inmensa de conocer al llegar a adorar al Niño Dios, y con Ella mostremos en Él al Emmanuel ante el mundo.