Queridos hermanos:
La solemnidad de la Epifanía del Señor queda muchas veces en un segundo plano en su significado más profundo. La vivencia familiar y tradicional de la “fiesta de los Reyes Magos”, de indudable cuño cristiano y verdaderamente entrañable, realza la virtud moral de la generosidad y el compartir y transmitir alegría, sobre todo a los niños.
Pero, aun en su sentido cristiano, eso es en realidad el aspecto secundario de la solemnidad, pues lo que en este día propiamente celebra la Iglesia es la “Teofanía” o “Epifanía” del Señor, esto es, su manifestación a todos los pueblos, anunciando que ha venido al mundo para salvar a todos los hombres y no solamente a los judíos. El Niño que ha nacido en Belén es el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”, y es el verdadero “Mesías”, el “Cristo”, el “Ungido”; es realmente “Jesús”, el “Salvador” del mundo. Por eso, desde Jerusalén y Judea, donde la gloria del Señor ha amanecido, el profeta Isaías (Is 60,1-6) señala que esa luz ilumina ahora a la tierra que estaba cubierta de tinieblas y a los pueblos que caminaban en oscuridad. Es el misterio que San Pablo expone a los Efesios y que antes estaba reservado sólo a los judíos (Ef 3,2-3a.5-6): “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.
La Iglesia antigua celebraba juntos tres aspectos de esta Epifanía o Teofanía, como tres elementos de una misma manifestación del Dios Salvador a todos los hombres: la adoración de los Magos, el Bautismo de Jesús en el Jordán y el milagro de las bodas de Caná. Todavía hoy la Iglesia, y muy singularmente los monjes, recordamos los tres hechos en el canto de una preciosa antífona de Laudes. En el Oriente cristiano se mantiene muy clara la conciencia de la vinculación de los tres aspectos y para la Iglesia de Etiopía es la gran fiesta del año litúrgico.
La adoración de los Magos, recogida por el relato de San Mateo (Mt 2,1-12), reviste un encanto que nos sigue cautivando y que ha calado a nivel popular. Nos encontramos ante unos hombres venidos de tierras lejanas de Oriente para adorar al Niño-Dios. No eran judíos, pero debían de conocer la Sagrada Biblia y las profecías que se referían al Mesías. Casi seguro eran sacerdotes de la religión de Persia reformada por Zoroastro o Zaratustra, como el nombre de “magos” refleja, seguidores de los libros sagrados del Avesta, adoradores de un dios cuasi-monoteísta ‒Ahura-Mazdah‒ y del fuego que lo representaba, y estudiosos de los astros a partir de los conocimientos de la antigua civilización mesopotámica. Es posible que alguno viniera de otras tierras, como Etiopía o Yemen y el sur de Arabia (las regiones de Saba), según las profecías y el origen geográfico de los regalos pudieran sugerir, aunque también los podían haber adquirido por su difusión comercial en el antiguo Oriente. Nada obsta a que además pudieran tener condición regia, como la tradición afirma conforme a las profecías mesiánicas, entre ellas la del salmo 71 que se ha cantado, pues en aquellos momentos el mundo persa vivía una situación de fragmentación en reinos de diverso tamaño y poder a raíz de la descomposición del antiguo Imperio desde su conquista por Alejandro Magno y algunos de ellos estaban gobernados por “magos”, por reyes-sacerdotes. Los historiadores incluso han identificado alguno de esos reyes con los nombres que la Tradición cristiana atribuye a los personajes del relato evangélico.
Aquellos hombres, dejándose llevar por la estrella que los guiaba, nos enseñan a buscar al único Salvador, rendirle culto y proclamarlo a todos. El mensaje de la Epifanía es un mensaje esperanzador, que nos anuncia la buena nueva de la salvación que Dios ofrece a todos los hombres. Cristo ha venido a salvarnos y debemos gozarnos de ello y transmitirlo a todos.
Las tradiciones añejas que giran en torno a la figura de estos Magos o Reyes Magos, sin que en realidad tenga mayor o menor importancia su fundamento histórico, apuntan en su simbolismo a ese sentido profundo de la Epifanía como manifestación de Dios a todos los pueblos: en el número de tres, sustentado sobre los tres regalos presentados al Niño Jesús (pues no se dice explícitamente en el Evangelio que los Magos fueran tres), se ha visto con frecuencia a las tres grandes razas humanas del Viejo Mundo (blanca, negra y amarilla) y las tres edades del hombre adulto (joven, mediana y anciana). Y esto, porque Jesucristo ha venido a salvar a todos los hombres y en todos se reconoce su dignidad. Con mayor fundamento exegético, la Tradición de la Iglesia ha comprendido que los tres regalos representan tres aspectos de la realidad de Jesucristo: el oro como Rey, el incienso como Dios y la mirra como Hombre verdadero (pues se trataba de un elemento de carácter funerario y, por tanto, profetizaba su muerte redentora).
En este día, encomendemos con los Magos la conversión de todos los pueblos y recordemos especialmente a los pueblos de Oriente, sobre todo a los cristianos que sufren una persecución angustiosa en aquellas regiones, asistiendo con frecuencia a la destrucción de sus iglesias y de sus casas y negocios, al asesinato de muchos de ellos (con frecuencia en una muerte martirial por una bomba en una iglesia, como ha sucedido aún hace poco en El Cairo), a la marginación y a la expulsión de sus lugares de residencia. Es nuestro deber orar por ellos y ayudarles en cuanto podamos, por ejemplo a través de la organización pontificia “Ayuda a la Iglesia Necesitada”.
Con María Santísima y con los santos Magos que la conocieron al adorar a su divino Hijo, seamos portadores del mensaje de la Epifanía, de la manifestación de Dios al mundo para anunciar la salvación a todos los pueblos.