“El Señor nos ha dado a conocer su salvación”, ha venido repitiendo la liturgia del tiempo de Adviento y de Navidad, utilizando un texto del A. T. Es la salvación que Cristo llevó a cabo mediante su encarnación, muerte y resurrección, dentro del único acontecimiento del pasado que permanece presente para la Iglesia y para el mundo gracias a que protagonista, Cristo, es de ayer, de hoy y de siempre. Uno de los acontecimientos de esa historia es el encuentro de los Magos con quien han descubierto como el esperado de las naciones.
El Evangelio de San Juan se abre mostrándonos a Jesús como Palabra eterna del Padre, como resplandor de Aquel que está en el origen de todo cuanto es en el cielo y en la tierra. Palabra que, al mismo tiempo, nos permite descubrir el misterio de Dios y de la Trinidad, que son las realidades primordiales para cuyo conocimiento y participación hemos sido creados. Cristo es el esplendor del Padre, la figura e imagen de su ser, de manera que “el que me conoce a Mí conoce al Padre” (Jn 14, 9), porque Él expresa la realidad eterna y sin medida de Dios.
De este Cristo nos enseña la Escritura que es preexistente a toda realidad, a toda existencia y a toda vida. Que en Él estaba la Vida y que todo ha sido hecho por Él y para Él, por tanto, que todo vive en Él, en Cristo, o de lo contrario todo vuelve a la nada y es nada fuera de Él. Este “Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14) para que nosotros participáramos en el conocimiento y en la vida de la Trinidad. Tal es el designio divino que permanece vigente en todos los tiempos, también en los nuestros.
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Un designio que, entre otros fines, nos permite contrastar la cercanía o la distancia en que hoy estamos respecto a Dios, y que mide el éxito o el fracaso de nuestra historia personal y colectiva. El hecho mismo de que tal vez ignoremos esta realidad es el comienzo de un fracaso, ante el cual todos los demás éxitos que se nos ocurra contabilizar son pura ficción. Sabemos que esta ha sido la obsesión del hombre en los tiempos que llamamos del progreso: una obsesión por jugar a ser y a hacer nada, mientras imaginamos que estamos construyendo el mundo nuevo. Como escribieron Jeremías (51, 58) y Habacuc (2, 13), “se fatigan los pueblos por nada”. Pero donde Cristo no es lo nuevo permanente todo es prehistórico y prehumano.
En cuanto Palabra del Padre, Jesús viene también para reiterar el mensaje que Dios había entregado desde el primer momento al hombre, al trasmitirle la vida y con ella el sentido de la misma: su participación en la misma vida divina, durante su tiempo en la tierra y durante la eternidad. El hombre fue educado en el modo de vivir esa vida en Dios desde antes de que ocurriera el pecado, y después Dios ha reconstruido todos los puentes que nos unían a Él, y ha reafirmado su voluntad original respecto al destino del hombre.
Ese Niño, buscado obstinadamente por los Magos a través de las estrellas, es la Palabra viva y eterna, irrefutable e inmutable. Ella juzga todas las demás palabras y sobre ella se establece el único juicio recto acerca de todo lo que es. Nosotros nos apropiamos de esa Palabra y nos configuramos según Ella, o renunciamos a la Verdad y a la Vida. Todo lo que el hombre ha oído al margen de Dios es mentira y demagogia. También lo que ha oído de la razón cuando ésta no ha escuchado a la Palabra del Padre, a la Razón divina. Sobre ella está llamada a edificarse la verdadera ciudad del hombre a imitación de la Ciudad de Dios. Porque la Palabra, el Verbo de Dios, no sólo precede a las cosas sino que es principio y cimiento de todas las cosas.
También del hombre. El hombre es palabra de la Palabra. Está hecho a su imagen y es epifanía de Cristo en cuanto está llamado a reproducir los rasgos de la vida divina a escala humana. De igual manera que Jesús sólo dice las palabras que ha oído al Padre, cada hombre sólo debiera pronunciar, con su vida, aquello que le ha sido transmitido por la palabra del Creador, porque ello es la condición para que el hombre haga realidad su auténtica humanidad.
Previamente a la Palabra había aparecido la Luz, porque ella, la Palabra, es la “luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Y había aparecido también la luz de la estrella que guió a los Magos al lugar donde se encontraba la Palabra encarnada. Esa Luz brillaba en las tinieblas, y a quienes la reciben las hace capaces de ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Siguiendo su huella, los Magos buscaron a Cristo, como los pastores que, envueltos por la claridad de los Ángeles, dejaron sus rebaños para ir al encuentro de aquel Niño que ‘pastorea a los hombres y a las naciones’. “La Palabra era Vida y la Vida era la Luz de los hombres” (Jn 1, 4). Identificarse con esa palabra y revestirse de esa Luz es la tarea y la plenitud de nuestra existencia.
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El gesto de los Magos tiene vigencia particularmente en nuestro tiempo. Ellos reconocieron la presencia de Dios en el mundo, le buscaron con esfuerzo y perseverancia, le adoraron como Dios y como Rey, le ofrecieron sus mejores dones. Es la única actitud razonable del hombre ante la decisión divina que le ha puesto en la existencia para caminar al encuentro de Dios
Nuestra historia es válida y fecunda en la medida en que, como los Magos y la propia estrella, corren hacia Cristo: para reconocerle como el esperado de las naciones, como Dios y como Hombre, primogénito de la humanidad auténtica, Señor de la historia, único en la eternidad y centro del tiempo, principio y fin de cuanto es. El que es Sabiduría, Justicia y Paz para el mundo; Salvador del hombre a la vez que Juez inapelable de sus obras.
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Frente a Dios nadie es más que un hombre. Nadie puede elevarse sobre Él, ni medirse con Él, ni preguntarle por qué. Nadie sofoca su Luz ni su Palabra. A Dios no le impresionan las opiniones humanas, ni le alteran las decisiones políticas o democráticas. Le preocupan únicamente en la medida en que muestran los despropósitos a que se pueden entregar las masas y sus conductores cuando prefieren las sombras a la Luz. Porque el espíritu del hombre se alimenta del Espíritu de Dios, y cuando no es así el hombre se eclipsa.
Dios es la única realidad que ha recorrido todos los tiempos y ha acompañado a cada generación, la única que sigue y seguirá en la memoria de todos, tanto si le reconocen como si le niegan. Dios no depende de nuestro capricho, ni de nuestras negaciones o afirmaciones. Por eso nos sobrevive a todos y hace posible que todos sobrevivamos en Él. Y, por eso, Él va a ser el último en abandonar esta historia: Él la ha abierto y Él la cerrará cuando vuelva a pronunciar sobre ella aquellas palabras: “todo está concluido” (Jn 19, 30). Entonces será la humanidad la que inclinará la cabeza y expirará, no para extinguirse en la nada, sino para abrirse al “hombre, a la tierra y al cielo nuevos”.
La tarea central de hoy vuelve a ser la de rehacer el mundo y al hombre desde la Palabra creadora (cf Jn 1, 3, 10). Fuera de ella el mundo se encuentra desarticulado y al borde del vacío. Fuera de ese Resplandor el mundo camina en tinieblas, a pesar de esa gran Luz que nos ha salido al paso.