Hermanos en el Señor: La solemnidad de Cristo Rey es relativamente reciente, pero era esperada. Cuando el papa Pío XI en 1925 establece la solemnidad de Cristo Rey cumple un requisito imprescindible para que se establezca el reinado de Dios en este mundo: que Jesucristo fuera reconocido como Rey, que recibiera el título de Rey, como dice la parábola de las minas (Lc 19,11-27), pues el autor de la carta a los Hebreos reconoce que al presente no parece que Cristo sea el Rey del mundo (Hb 2,8; Jn 18,36c). Sigue pendiente que haga su juicio sobre las naciones al que hace alusión velada el pasaje que se nos ha leído del profeta Ezequiel: “el día de los nubarrones y de la oscuridad.” De ese día nos hablan todos los profetas del Antiguo testamento (Hch 3,21-26), y es el tema central, junto con la Parusía, del último libro de la Escritura: el Apocalipsis. Ese juicio del que no conocemos el día y la hora, pero del que el Señor nos dice que debemos escrutar los signos de los tiempos, por supuesto sin obsesionarnos con los signos, para reconocer su cercanía y potenciar y emplearnos a fondo en nuestra conversión, que siempre es urgente, estuviera o no cercano el juicio de las naciones. Pero como somos tan perezosos en trabajar en nuestra conversión, los signos de la cercanía de su reinado universal nos deben estimular a centrar todos nuestros esfuerzos en la conversión.
Hemos escuchado en la lectura de Ezequiel (34,11-12.15-17), también esas otras palabras, aptas para conquistar el corazón más obstinado en el pecado, que nos revelan cómo el Señor se convierte en pastor que sigue el rastro de su rebaño disperso y que saca a las ovejas de lugares peligrosos. Que se emplea en ir tras las heridas y enfermas, las perdidas y descarriadas, sin descuidar a las gordas y fuertes guardándolas de todo menoscabo.
Pero el mismo profeta apunta que ese Pastor va a juzgar entre oveja y oveja. Y en el Evangelio se nos despliega la perspectiva completa de ese juicio y esa separación, que eso significa el juicio. Y nos enseña que la separación entre los que se salvan y los que se condenan estriba en haber amado al prójimo o en haber pasado de él. El mandamiento del amor a Dios es el primero y principal, pero la prueba de su cumplimiento se establece a partir de que hayamos amado sin distinción a todos. Todos somos hermanos y lo que hagamos al hermano se lo hacemos a Él, a Jesús. Si nos empeñamos ya no sólo en hacer mal al hermano, sino tan solo en pasar de lado o dando un rodeo para no encontrarnos con el hermano, caminamos en tinieblas, sin saber a donde vamos y ese desprecio nos imposibilita la participación en el Sacramento del Amor (Mt 5,23-48). En el sermón de la montaña nos muestra Jesús la delicadeza que debemos tener hacia el prójimo en el matrimonio y hasta en las relaciones cotidianas más rutinarias desde el no negar a nadie el saludo, hasta llegar a amar al enemigo, cumbre de amor que en ninguna religión se ha propuesto y que Jesucristo no sólo predicó de palabra, sino que hizo de la Cruz una cátedra desde la que nos enseñó a perdonar y a rezar por el enemigo hasta el punto de suplicar al Padre que no se les tuviese en cuenta su pecado, porque no sabían lo que hacían.
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El cumplimiento de este mandamiento tan exigente de Jesús nos puede parecer muy costoso. Pero si meditamos el Salmo responsorial podemos verlo de otra forma. Podemos orar de este modo: ‘ “El Señor es mi Pastor y nada me falta” en mis fuerzas, en mi tiempo, en mis disposiciones si le pido ayuda para hacer eso que Tú quieres que haga bien. “Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos” En la Eucaristía me preparas a perdonar dándome tu propia vida, para que venza todas las repugnancias que se interponen para tratar con caridad al que me ofende o parece que no me quiere. Me “unges la cabeza con perfume”, con el don de tu Espíritu para que desaparezcan los prejuicios en contra de mis hermanos y esté dispuesto a hablarle y hacerle favores, pero no sólo esperando sentado a que me los pida, sino tomando la delantera para ofrecerle mis servicios. “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.” Gracias, Señor, porque me enseñas que mi conversión no consiste en hacer cosas difíciles, pero sí tengo que vencer inercias de egoísmos y comodidad para acercarme al prójimo y para cumplir con mis deberes religiosos de oír Misa los domingos y fiestas de guardar, confesarme con regularidad y siempre que esté necesitado de recuperar la gracia de Dios’.
Hermanos todavía me permito animaros a dar un paso decisivo en esa conversión urgente con palabras de una mujer mística que no es santa, pero cuyos escritos ya han recibido la aprobación de Roma, Luisa Picarreta: Cuanto más el alma se despoja de las cosas naturales, tanto más adquiere las cosas sobrenaturales y divinas; cuanto más se despoja del amor propio, tanto más conquista el amor de Dios; cuanto menos se fatiga en conocer las ciencias humanas, en gozar los placeres de la vida, tanto de conocimiento de más adquiere de las cosas del Cielo, de la virtud, y tanto más las gustará convirtiendo las amargas en dulces. En suma, todas son cosas que van de la mano, de modo que si nada se siente de sobrenatural, si el amor de Dios está apagado en el alma, si no se conoce nada de las virtudes, de las cosas del Cielo y ningún gusto se siente por ellas, la razón es bien conocida.
Lo dicho hermanos: conquistemos de la mano del Señor y guiados por el Espíritu Santo y con la intercesión de la que todas las generaciones han proclamado y proclamarán Bienaventurada, el Reino que Jesús nos viene a traer, aunque hayamos de pasar antes por el día del Señor, día de nubarrones y de oscuridad, pero día también de gloria y liberación, porque volverá a recrear la tierra y hacerla recuperar el brillo que tuvo antes del pecado original, y no seamos remisos en despojarnos de apegos a las cosas de este mundo pasajero, no sea que el Señor nos tenga que reprochar que no conocimos cuándo era el día de su visita (Lc 19,44) y eso que nos había dando tantos signos y mensajeros.