Hemos comenzado esta eucaristía, queridos hermanos, escuchando en el canto de entrada un pasaje del profeta Jeremías: Dicit Dominus: Ego cogito cogitationes pacis, et non afflictionis… «Tengo designios de paz y no de aflicción –dice el Señor–; me invocaréis y yo os escucharé» (cf. Jer 29, 11). En el pórtico de esta celebración, cercanos ya al término del año litúrgico, esas palabras son como una luminosa revelación de cómo es el corazón de Dios, nos permiten atisbar, desde nuestra pequeñez, su pensamiento y su intimidad: Dios es un padre lleno de bondad y de misericordia, un padre compasivo y fiel; no es un dios rival de nuestra felicidad, como a veces imaginamos, sino el Dios garante de la razón, de la libertad, del bien, de la verdad, de la belleza y de la vida del hombre. En la historia humana nunca ha habido un vacío de amor en el corazón de ese Dios que nos escucha siempre que le invocamos. El texto nos dice que el corazón divino ha trazado designios de paz para los hombres, por eso en el horizonte de nuestra existencia podemos vislumbrar una gran esperanza.
Sin embargo, el designio divino que ha resonado en el canto de entrada parece chocar de lleno con lo que acabamos de escuchar en las lecturas proclamadas, que aluden a los acontecimientos finales de la historia. El pasaje del profeta Daniel, de hecho, resulta sobrecogedor: «Serán tiempos difíciles –dice–, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora». El mismo Jesús, con un lenguaje similar, predice grandes tribulaciones, tinieblas, cataclismos… Nos preguntamos entonces, ¿son verdaderamente de paz los designios de Dios para con nosotros? ¿o nos aguarda un terrible final del que no cabe escapatoria alguna? Pese a la primera impresión, el mensaje del profeta es positivo para aquellos que son fieles al Señor: «Entonces –dice Daniel– se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro». La imagen de los inscritos en el libro expresa quiénes pertenecen en verdad al pueblo de Dios: son aquellos que él considera tales por su fidelidad. La Iglesia en la liturgia bautismal pide para el neófito que el Señor inscriba «su nombre en el libro de la vida». ¿Qué tenemos que hacer, pues, para que nuestro nombre figure en ese misterioso libro, para ser contados entre los elegidos? Mirad, hermanos, solamente existe un modo, un único camino: la fe como aceptación plena y vivencial de la persona y del mensaje de Cristo. Creer en Jesús, conocerle e imitarle. Si tratamos con él en la oración diaria, a través de la meditación de su Palabra, si frecuentamos los sacramentos, que son encuentros personales con él, entonces podemos reproducir sus gestos y sus palabras: gestos de servicio, de generosidad, de amabilidad, de piedad, de paciencia y perdón; palabras de aliento, de misericordia, de unidad y de paz. Todo puede convertirse en diálogo con Dios y en donación a los hermanos.
A veces, los anuncios de catástrofes cósmicas nos inquietan y nos crean incertidumbre. Pero esta condición de incertidumbre debe despertar en nosotros no el miedo, sino la vigilancia. El discurso de Jesús en el evangelio de hoy lo que pretende es hacernos vivir en plenitud. En realidad, no está en contradicción con los designios de paz de Dios. La vigilancia nos mueve a la comunión íntima con Cristo, a vivir todos los acontecimientos unidos a él y es así como él mismo se convierte en nuestra paz: sí, Cristo es nuestra paz, como dice san Pablo a los efesios; Cristo nos libera de nuestros miedos, Cristo nos asegura su ayuda y su presencia hasta su venida gloriosa al final de la historia.
Al mismo tiempo, los impresionantes acontecimientos anunciados nos deben hacer pensar también en el juicio final; será entonces cuando quede decidido nuestro destino eterno según nuestras propias obras. Ese destino lo estamos decidiendo y anticipando en el presente: la vida eterna comienza ya en nuestro corazón, cuando queremos conocer a Dios amándole tal como es y tal como se nos da en Jesucristo su Hijo (J. Esquerda). El Papa Benedicto XVI, en este mismo sentido, apunta en su encíclica Spe Salvi la posibilidad de que el infierno comience ya ahora, en la vida y en el alma de una persona viva. Dos son los síntomas inequívocos: eliminar toda búsqueda de la verdad y, por tanto, todo camino hacia lo trascendente y lo divino; y además, cerrarse al amor, lo que congela toda espiritualidad honda; en definitiva, «el infierno es dejar de amar» (Bernanos).
Os invito, queridos hermanos, a prepararos para el final del año litúrgico con estos sentimientos de vigilancia y confianza. Vigilancia, porque sabemos que somos personas frágiles, que se encuentran en medio de muchos peligros y tentaciones. De ahí que debamos recurrir constantemente a la fuerza de la gracia, si queremos estar en condiciones de superarlos. Confianza, porque el Señor nos ha dado todo lo necesario para vivir en plenitud y para alcanzar la vida eterna (cf. A. Vanhoye). Con esta confianza le hemos invocado en el salmo responsorial, diciendo Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Sí, tenemos necesidad de su protección, necesitamos su auxilio para no sucumbir en medio de las pruebas. El mismo salmo nos ha indicado un camino a seguir: Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré… Por eso se me alegra el corazón. Tener presente a Cristo en todo momento,vivir con confianza y vigilancia, atentos siempre a progresar en el amor; he aquí nuestro programa de vida y nuestra meta.
Pidamos a María, causa de nuestra alegría, que nos ayude a entrar en el misterio del amor que se entrega, a vivir alegres en el servicio del Señor y de los hermanos, en el cual consiste el gozo pleno y verdadero. Que así sea.