Queridos hermanos en Cristo:
La Eucaristía dominical debe ser para nosotros un momento esperado y anhelado durante la semana. Creemos que en ella Dios habla a su pueblo, que Cristo sigue anunciando el Evangelio a todo hombre (cf. SC 33), que continúa dirigiendo su palabra salvadora a todo corazón que no le pone obstáculos. Este diálogo eminente entre Dios y los hombres, realizado en la Eucaristía, debe suscitar en nosotros una profunda aspiración a la santidad, a dar lo mejor de nosotros mismos en favor de nuestros hermanos allí donde se desarrolle nuestra vida. Os animo, pues, a que viváis esta celebración con una doble actitud: con verdadero sentido de lo sagrado, sentido del Misterio sobrecogedor y fascinante de Dios, que habla y se entrega. Acudid siempre a la santa Misa con respecto y reverencia, haciendo vuestras las palabras de Job cuando dice ante la inmensidad divina: “me siento pequeño”; sí, en verdad somos pequeños y frágiles ante el Creador del Universo. Pero también el salmista nos recuerda que el Señor es clemente, que es rico en piedad, que es bueno con todos y cariñoso con sus criaturas (Sal 144). Junto a esta actitud de amor que se asombra y agradece, se nos invita también a levantar el corazón, a ofrecer al Señor toda nuestra vida, lo bueno y lo malo, lo que nos hace felices y lo que nos causa sufrimiento. Hacedlo sobre todo cuando oigáis la invitación del sacerdote a levantar hacia Dios el corazón. Toda nuestra existencia –decía san Agustín– consiste en esto; levantar el corazón significa “poner la esperanza en Dios”.
La primera lectura que hemos escuchado nos muestra que algunos mártires judíos anteriores a Cristo tuvieron una gran fe en la resurrección. Pero esa fe fue descubierta progresivamente por el pueblo elegido. Lo que predominó durante siglos es que tras la muerte no cabía esperar sino una existencia miserable, una existencia espectral, indigna de la naturaleza humana. La muerte se les presentaba como una ruptura irreparable. De hecho, aquejado de una enfermedad mortal, el rey Ezequías exclamará: “En medio de mis días tengo que marchar hacia las puertas del abismo; me privan del resto de mis años… Ya no veré más al Señor en la tierra de los vivos, ya no miraré a los hombres entre los habitantes del mundo” (Is 38, 10-11). Sin embargo, algunos recibieron la inspiración que les llevó a creer que la intimidad y la unión con Dios durante esta vida no se podía quebrar de una manera definitiva. Así nacía la esperanza de la resurrección que se fue confirmando sobre todo en el trágico período de la persecución que los judíos creyentes sufrieron en tiempos de Antíoco IV. El relato los Macabeos nos habla del caso heroico de siete hermanos que, arrestados junto a su madre, fueron torturados por negarse a aceptar prácticas paganas. Lo que les mantenía en su resistencia contra las leyes del perseguidor era precisamente la fe en la resurrección. Estos hermanos sabían que debían morir, pero tenían la convicción de que Dios les habría de recompensar con una resurrección gloriosa. Si morían por amor a Dios, era imposible que Dios les abandonara, que no interviniera en su favor, dándoles la vida eterna. De este modo, la fe en la resurrección se reforzó a causa de aquella tremenda persecución (cf. A. Vanhoye).
Jesús, por su parte, profesó la certeza de la resurrección; más aún, anunció su propia resurrección, aunque no se dedicó a hacer descripciones detalladas de la vida más allá de la muerte. Su vida entera despierta esperanza, contagia una confianza total en Dios. Cuando un grupo de saduceos se le acerca con la idea de ridiculizar la fe en la resurrección, Jesús revela en plenitud la verdad del más allá. El grupo que se presenta ante Señor cree haber encontrado un argumento válido contra la resurrección, que sostienen los fariseos. Inventan una historia basada en un precepto de la ley de Moisés y en la que aparecen siete hermanos. El primero se casó y murió sin hijos. La mujer se casó, sucesivamente, con los otros seis hermanos, y todos mueren sin tener descendencia. Al final muere también la mujer. Plantean entonces la pregunta que parece ser una objeción decisiva: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. Se trata de una situación incluso ridícula: una mujer que debe pertenecer al mismo tiempo a siete hombres.
La respuesta de Jesús es luminosa y decisiva. Les hace ver que tienen una idea equivocada de la resurrección final, que no es el retorno a la vida terrena, sino que inaugura una vida completamente nueva de relación con Dios, en la cual ya no hay necesidad de casarse. Jesús afirma que, después de la resurrección, los hombres son como ángeles, son hijos de Dios, gozan de una existencia espiritual, aunque con su cuerpo resucitado. Lo que esperamos no es una vida terrena sino una vida celestial (cf. A. Vanhoye).
Comencemos desde ahora, hermanos, a buscar los valores celestiales, que son, en primer lugar, el amor, la alegría, la paz y la unión con Dios y con todos los hermanos. Estos son los valores definitivos que debemos preparar ya en esta vida. No hemos de imaginar una vida de placeres materiales en el más allá. Dios nos llama a una felicidad mucho más hermosa, mucho más profunda, más grande y completa.
El amor de Dios, manifestado en la pasión y resurrección de Cristo, nos promete también a nosotros la resurrección y la plenitud de la alegría en la presencia del Señor.
En este tiempo de desesperanza, ¿no nos está pidiendo el Señor a todos, creyentes y no creyentes, hacernos las preguntas más radicales que llevamos dentro? Hagámoslo hoy a la luz de la fe en la resurrección. Que la Santísima Virgen María nos ayude a vivir y a irradiar esta gran esperanza siendo instrumentos de su paz y de su amor. Que así sea.