Queridos hermanos:
Jesucristo, según se ha leído en la Carta a los Hebreos (Hb 5,1-6), es el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza que el Padre ha sellado con nosotros, el nuevo pueblo de Israel, a través de su Pasión, Muerte y Resurrección, establecida con cada uno de nosotros en el Bautismo y expresada al máximo en el Sacramento de la Eucaristía. De Él, Cabeza de la Iglesia, nace el sacerdocio católico, de tal modo que quien es llamado a este ministerio no se lo puede arrogar por sí mismo, sino por una vocación divina para configurarse plenamente con Cristo. Por eso el Papa Pío XI recalcó que el sacerdote católico es “otro Cristo” (Ad catholici sacerdotii, n. 12), de donde brota su responsabilidad de esforzarse aún más en el camino de la santidad y no dejarse decaer poco a poco.
Al ser el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo puede obrar en su pueblo la salvación y las maravillas prometidas en la profecía de Jeremías que hemos leído (Jer 31,7-9) y en el salmo que tan bellamente ha cantado el niño de la Escolanía (Sal 125). Sólo Él, en efecto, podía salvar a su pueblo y congregarlo de los confines de la tierra, recogiendo a los ciegos y a los cojos para darles el consuelo y la curación de sus limitaciones y dolencias. Las profecías del Antiguo Testamento, por tanto, se cumplen plenamente en Jesucristo, único Salvador, auténtico Mesías, verdadero Dios y verdadero Hombre. Los milagros realizados por Jesús, como el de la curación del ciego Bartimeo que ha relatado el Evangelio de hoy (Mc 10,46-52), son una manifestación expresa de su divinidad y una señal evidente del cumplimiento de las profecías. No podemos reducir el valor de los milagros descritos en los Evangelios a simples hechos simbólicos o a relatos imaginarios inventados por el evangelista, como pretenden algunos biblistas y teólogos faltos de fe: se trata de verdaderos hechos reales, reflejo nítido de la divinidad de Jesucristo, que es el Verbo del Padre encarnado. Jesucristo no puede ser simplemente comprendido como un hombre magnífico que dijo cosas estupendas, según lo hacen algunos de esos intérpretes que en nada siguen la fe secular de la Iglesia, sino que tiene que ser seguido y amado como el Hijo único de Dios hecho hombre para redimirnos del pecado.
En este año de la fe que el Papa Benedicto XVI ha proclamado, esa falta de fe en ciertos biblistas y teólogos de nuestro tiempo, algunos de ellos hombres de Iglesia y todavía docentes en centros de formación, contrasta por completo con la actitud humilde y sincera del ciego Bartimeo, que es todo un ejemplo para nosotros. Es Jesús mismo quien, al obrar su curación, le dice: “Anda, tu fe te ha curado”. La fe, ciertamente, puede curar la ceguera de nuestra mente y de nuestro corazón, embotados por los afanes terrenales y por la limitación de nuestra capacidad de comprender y de amar como debemos.
¿Qué es la fe? Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras” (CIC, n. 143 y 176). “Es un don sobrenatural de Dios” (CIC, nº 153 y 179), y por eso es necesario pedirla, como hicieron los Apóstoles: “Auméntanos la fe” (Lc 17,5). Es una virtud infundida por Dios en el hombre, que éste debe acoger y hacer fructificar; es la primera de las tres virtudes teologales, es decir, aquellas que se refieren directamente a Dios: la fe, la esperanza y la caridad. La fe, nos dice Jesús, puede alcanzar cosas asombrosas (cf. Lc 17,6), y la oración hecha con fe sincera y profunda toca lo más hondo de las entrañas misericordiosas de Dios, como tantas veces se ve en los Evangelios y lo observamos hoy con el ciego Bartimeo. La fe insistente de la viuda hizo actuar al juez inicuo en una de las parábolas de Jesús (Lc 18,1-8), al término de la cual Él hace esta pregunta que nos estremece: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”
¿En qué estamos poniendo hoy la fe? ¿Tal vez no habremos abandonado a Dios para ansiar el dinero, el placer, el ocio vacío y otros ídolos incapaces de satisfacer al ser humano? ¿No estaremos situando todas nuestras esperanzas en un rescate bancario, en fórmulas económicas que nos hagan salir de la crisis o en proyectos como “Eurovegas”, criticado con acierto por los obispos de nuestra Archidiócesis porque, si bien creará algunos empleos, también traerá la ruina de muchas personas por el juego, ludopatías, otros efectos morales dañinos y la destrucción de no pocas familias? ¿No habremos incluso dejado de lado la práctica religiosa, el precepto de la Misa dominical y la frecuencia en el sacramento de la Penitencia o Reconciliación para preferir modas subculturales venidas de fuera y de remotos orígenes paganos celtas e incluso con un trasfondo demoníaco, como es la fiesta de “Halloween”, que dentro de unos días tantos niños y adultos celebrarán con la más absoluta ingenuidad?
No busquemos la solución de nuestros problemas materiales y de nuestra hambre espiritual donde no la podemos encontrar. Sólo Jesucristo nos puede salvar: ni un político, ni un economista, ni el gurú de la secta más exótica. ¡Sólo Cristo! Hagamos como el ciego Bartimeo y, como él y aunque nos manden callar, gritemos con fuerza con esas palabras suyas que los monjes del Oriente cristiano han convertido en una oración asidua y la han denominado “oración de Jesús”: “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador”. La fe y la humildad del ciego hicieron que Cristo le llamase y le curase. También nosotros debemos pedirle que cure nuestra ceguera, sabiendo que a Él no le agradó la oración llena de orgullo del fariseo soberbio, sino la oración humilde y sincera del publicano arrepentido (Lc 18,9-14).
Pidamos a María Santísima, que confió con fe sincera en las palabras del Ángel y oraba en lo más íntimo de su Corazón Inmaculado, que nos enseñe a creer y a orar como Ella y como el ciego Bartimeo.