Hermanos en el Señor: Las lecturas de hoy no necesitan comentario. Uno teme disminuir la fuerza que tiene la Palabra de Dios por sí misma. Las lecturas son tan claras que no requieren explicación, y sin embargo, la predicación es un deber sagrado, porque la fe se transmite por una experiencia en la que interviene la gracia de Dios como factor principal. El sacerdote está al servicio de la Palabra. Y todo fiel cristiano debe descubrir su misión con respecto a la Palabra de Dios. Nuestros padres fueron los primeros en transmitirnos la fe en el hogar. Quien la vive como cristiano con fidelidad también la está predicando; su testimonio se puede percibir en sus actitudes. Los ministros ordenados de la Palabra la debemos vivir y predicar. ¿Qué añadir cuando está tan clara? Nuestra misión como sacerdotes es exhortar a vivirla, exhortar a escucharla cada cual en silencio, pues en la intimidad con Dios adquirirá ecos muy personales, ya que es una palabra viva y palpitante. Este es un descubrimiento que tenemos que hacer cada uno y volver cada día a revivir esa experiencia fundamental para un cristiano. Quien desconoce esta realidad le queda una asignatura pendiente importante por aprobar, es nada menos que su relación personal con Dios.
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Hoy celebramos el Domund : Domingo mundial de la propagación de la fe, o de la misión evangelizadora de la Iglesia en el mundo. Hoy se hacen colectas en las iglesias católicas para sostener a los misioneros, sean sacerdotes o religiosas y laicos, que entregan generosamente su vida al servicio de la fe en países en los que la fe no está implantada o está todavía en fase de primera evangelización. La colecta que se hace hoy va destinada a estos esforzados misioneros que dejan su patria y familia y llevan lo más precioso que hay en este mundo, la fe en Dios a los que no le conocen y no le pueden amar si no hay quien se lo anuncie.
De la primera lectura los misioneros nos podrían contar cómo han visto cumplidas estas palabras, y otras muchas de la Sagrada Escritura, en miles de historias en que los habitantes de lejanas zonas sin cristianizar oraban a su manera, y se sintieron escuchados cuando por fin llegaron los misioneros a anunciarlos que Cristo había muerto y resucitado por ellos. Les predicaron que si se bautizaban serían hijos de Dios y recibirían la vida eterna como herencia de un Padre amoroso, que desde la eternidad les había destinado a vivir en comunión con Él. “Los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa,” hemos escuchado. Una experiencia que comprobamos casi a diario, por así decir: cuando todo nos sale bien somos muy tardos en agradecer al Señor, y, en cambio, cuando nos vemos sobrepasados por las dificultades, o por las deslealtades, o abrumados por nuestros propios pecados, y hemos recurrido a Dios, impulsados por el Espíritu,como un pobre afligido nos ha llenado una paz y ha florecido en nuestro interior una confianza nueva en el auxilio divino en toda clase de necesidades, bien sean materiales y mucho más cuando lo que pedimos es lo que le encanta a Dios que le pidamos: el amor a Él y a su Reino de amor y de justicia. Como cuando rezamos el Padre nuestro y decimos de corazón:“Venga a nosotros tu Reino”. Pero un misionero que vivió la guerra del Vietnam contaba, que siempre reza para sí de esta manera: “Venga a nosotros tu Reino y cuanto antes”. Él había experimentado de cerca cómo actúan los poderes de este mundo cuando se prescinde de la fe, en lo que se convierte un mundo sin Dios; y pide a gritos que venga pronto su Reino, pues ya le resulta intolerable la tardanza. A nosotros, en cambio, apegados a la figura de este mundo que pasa, donde no hemos sentido las angustias de no tener casa y temer a cada instante nos alcancen las balas o las bombas, nos atormenta la perspectiva de tener que padecer la purificación necesaria profetizada en la Sagrada Escritura para dar a luz el nuevo Reino de amor y de paz. No deseamos que nos toque beber esa medicina tan amarga. Pero a nosotros nos tendría que afligir la opresión en que se halla la fe en nuestra sociedad y las leyes que persiguen a los que enseñan la moral inscrita en la naturaleza y en la ley de Dios, los mandamientos. Ése tendría que ser el motivo de nuestro dolor y preocupación, que se niegue al Señor y se le impida reinar en los corazones de los hombres y la sociedad, que se impulse esa falsa cultura de la muerte con la proliferación de sectas satánicas, películas, la fiesta satánica de halloween enmascarada como una divertida fiesta de disfraces y reparto de golosinas, y juegos que dan poder al demonio en nuestros corazones y que impulsan a la violencia, al crimen del aborto y al enfrentamiento continuo entre las personas en todos los ámbitos.
La parábola del fariseo y el publicano que se ha proclamado en esta santa asamblea de los hijos de Dios, entre otras cosas nos enseña cómo es bueno comenzar nuestra oración por el dolor de nuestros pecados, para así poner la base imprescindible de nuestra relación con Dios: quién es Él, el que tanto nos ama y el que acaba ocupando el último lugar en nuestra vida contrariamente a lo que confesamos en el primer mandamiento; y quién soy yo, el que se resiste a cada paso a aceptar el amor y sabiduría de Dios que me viene de mi Padre celestial y el que pretende darse su propia ley, apropiándome de lo que había recibido para obrar sólo según la Voluntad de Dios.
Que esta Eucaristía nos haga conscientes de que el Señor espera que andemos por el camino del bien y de la salvación eterna, que Él nos está esperando para ayudarnos y amarnos. Veamos cómo extiende sus brazos de misericordia para perdonarnos nuestros pecados en el sacramento de la confesión, y allí va a secar las lágrimas de nuestros dolores y aliviará la carga de nuestra vida. Si hacemos una confesión general este Jubileo de la Misericordia, será toda nuestra vida envuelta en la gracia de Dios y no sólo el pequeño período desde nuestra última confesión. Nos hará comprender y entender los misterios de esta vida y de la hora presente que nos ha tocado vivir y así caminaremos seguros de su mano.
Qué maravilla sería, si contemplando en nuestro interior o contemplando este monumental crucifijo que tenéis ante vuestros ojos, fuésemos capaces de oír los latidos del Corazón de Jesús y cuánto dolor y cuánto amor se encierra en Él por las almas de cada uno de nosotros, los hombres. ¿Es que no nos estremece su dolor y su santo Amor? ¿Por qué no le ayudamos a encontrar a esas almas perdidas que le pertenecen y que se las está apropiando el Maligno? Ayudémosle a traerlas al redil, a donde estarán a salvo del demonio. Dejemos los respetos humanos, ¡dejémoslos ya! Hablemos sin vergüenza ni reparos del Amor de nuestro Salvador por ellos, que ha padecido una muerte ignominiosa para salvarlos, para que un día estemos con Él en el cielo. Se nos acaba el tiempo y muchas almas se perderán víctimas del dragón infernal. A todas las almas nos tuvo presentes en el momento de su muerte, el cual vamos a actualizar ahora en esta Eucaristía. Por todos ofreció este santo sacrificio que ahora se renueva. Pero sus hijos no le quieren, huyen de su Salvación; el pecado ha corrompido sus almas y no quieren saber de su Amor y de su Gracia. Vayamos nosotros a por ellos de la mano del Señor y de su Madre santísima. Que no nos importen los insultos y desprecios. Busquémoslos en sus escondrijos, en sus pecados, y llevémoslos a su Misericordia.
La forma más efectiva de llevarlo a cabo es si nosotros mismos hacemos esta experiencia de la Misericordia de Dios en nuestra vida haciendo nuestra confesión general de toda la vida, para que la lluvia de gracia del Señor nos llene de su luz y podamos transmitirla a otros.