Queridos hermanos:
Si el Evangelio del domingo pasado nos hablaba de la importancia y de la eficacia de la oración (Lc 18,1-8), el de hoy, que lo continúa, nos expone cuál debe ser nuestra actitud en ella (Lc 18,9-14).
En la parábola que Jesús utiliza, aparecen dos personajes contrastados: un fariseo y un publicano. Los fariseos eran uno de los grupos religiosos que habían surgido entre los judíos tiempos antes de la venida de Jesucristo al mundo como reacción frente a la infiltración del paganismo y de ciertos elementos de la cultura helenística que el Pueblo de Dios no podía aceptar. Quisieron en realidad esforzarse en la fidelidad a la religión judía y muy especialmente en la observancia de la Ley mosaica con el cumplimiento minucioso de todas sus máximas. Sin embargo, esto con frecuencia condujo a muchos a un mero formalismo externo, a considerarse a sí mismos como un grupo de “selectos” y “puros” (el nombre “fariseo” significa “separado”) y a actitudes hipócritas y altivas frente al resto de la sociedad. Tal imagen, que ya es una degradación del espíritu originario de los fariseos, es la que normalmente aparece reflejada en los Evangelios.
Por su parte, los publicanos eran los judíos recaudadores de impuestos al servicio de Roma. En consecuencia, disfrutaban de una buena posición económica, pero eran tenidos como unos traidores al pueblo hebreo y unos colaboracionistas del poder invasor. Por tanto, Jesús aquí no nos propone como modelo a un pobre material, sino a alguien que en su corazón alberga una pobreza más difícil de poseer: la pobreza espiritual, es decir, la humildad.
Santo Tomás de Aquino concibe la humildad como una virtud moral que procede de la reverencia a Dios y a ella nos inclina (S. Th., II-II, a. 1 in c; et a. 4, ad 1). San Benito, a quien comentaría el mismo Aquinate, la convierte en la virtud clave del monje y la asocia a la obediencia (RB V y VII). Por eso considera que es la actitud también clave en la oración: “Si cuando queremos solicitar alguna cosa a los hombres poderosos, no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y reverencia, cuánto más se debe orar al Señor, Dios de todas las cosas, con toda humildad y sincera devoción” (RB XX, 1-2).
San Benito recoge perfectamente el espíritu del Evangelio de hoy: nada podemos alcanzar en la oración con la actitud pelagiana del fariseo, es decir, si nos consideramos ya justificados ante Dios por nuestras obras y pensamos en el fondo que nada necesitamos de Él y que somos mejores que los demás. Pero la actitud del fariseo lamentablemente se da en nosotros más de lo que quizá pensamos, porque estamos heridos por el pecado original y con frecuencia nos creemos más perfectos y santos que nadie y además queremos aparentarlo. Cuesta más reconocernos pecadores como el publicano y sin embargo lo que agrada a Dios es el corazón arrepentido del pecador que pide humildemente perdón. No olvidemos nuestra necesidad de acudir con frecuencia al sacramento de la penitencia, que es el sacramento de la reconciliación con Dios, el sacramento del perdón, el gran sacramento de la misericordia. Sin él no podemos vivir bien la vida de la gracia, que es el mismísimo amor de Dios Uno y Trino que se nos comunica a través fundamentalmente de los sacramentos.
La altivez del fariseo contrasta además con un atributo propio de Dios que hemos escuchado en la primera lectura, del libro del Eclesiástico (Sir 35,15-17.20-22): la justicia. El texto sagrado lo dice así: “El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial”. En cambio, nosotros con frecuencia caemos en la parcialidad, en las preferencias y en las manías, miramos a unos mejor que a otros y no somos equitativos con todos y cada uno. ¿Cuál sería el remedio mejor para evitar esto? Tratar de pensar en todos nuestros actos cómo actuaría el Corazón de Jesús, cómo miraría a las otras personas el Corazón de Jesús, cómo las hablaría el Corazón de Jesús. Tratar, pues, de pensar, de sentir y de amar como el Corazón de Jesús. Es ciertamente algo muy difícil de primeras, pero podremos ir avanzando en este terreno si lo pedimos con humildad y sencillez en la oración. Por la oración podemos penetrar en la intimidad del Corazón de Jesús, conocerlo y amarlo, y lograr por la gracia que Él vaya impregnando cada vez más nuestra forma de ser y todos los actos de nuestra vida.
Confiemos ciertamente en la fuerza de la oración y en que Dios atiende nuestras súplicas hechas con sincera devoción. En la primera lectura lo hemos visto: “no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda; […] los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa”. También lo ha cantado bellamente el niño salmista de la Escolanía: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha; cuando uno grita, el Señor lo escucha” (Sal 33).
A pesar de que podamos estar llenos de ocupaciones y de que tengamos mucho que trabajar o que estudiar, tratemos de cultivar cada día al menos algún tiempo de oración íntima con el Señor, aunque nos vengan momentos de aridez, sabiendo lo que Santa Teresa de Jesús dice que es la oración mental: “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de su vida, 8,5). La oración nos ayudará sin duda en nuestro camino hacia el Cielo, hacia la dicha eterna, hacia “la meta” y “la corona merecida” de las que ha hablado San Pablo en la segunda carta a Timoteo (2Tim 4,6-8.16-18).
Quisiera terminar con dos recuerdos: uno, el del Papa emérito Benedicto XVI, quien está dedicando la última etapa de su vida a la oración escondida. Esta semana, un cardenal centroeuropeo y un sacerdote español nos contaban cómo les resultó edificante verlo (por separado) orando de rodillas sin que él supiera que alguien le contemplaba. Su oración no será, desde luego, estéril para la Iglesia y más conociendo la humildad que siempre le caracterizó. Por otro lado, desearía que todos llevemos a la oración los sufrimientos de nuestros hermanos cristianos del Próximo Oriente, y muy especialmente de Paquistán, Siria y Egipto, que en estos momentos están padeciendo un auténtico calvario que les hace participar del Sacrificio de Cristo en la Cruz.
Que María Santísima, modelo de orante humilde siempre atenta a la voz del Señor, nos ayude a vivir la virtud de la humildad, penetrando por la oración en la intimidad del Corazón Sagrado de su divino Hijo.