Queridos hermanos:
Las lecturas que la Liturgia nos propone hoy ofrecen dos enseñanzas principales estrechamente relacionadas entre sí: una sobre la vida terrena y otra sobre la vida eterna.
San Ambrosio de Milán considera que el texto del Evangelio (Lc 16,19-31) es seguramente más una historia que una parábola, ya que San Lucas recoge los nombres propios de los protagonistas (Expositio Evangelii secundum Lucam, lib. VIII, 13). Desde luego, no hay duda de que Lázaro guarda relación con el amigo de Jesús. Pero, sea cual fuere el caso, lo cierto es que, tanto en este relato como en la lectura del profeta Amós (Am 6,1.4-7), se nos hace recapacitar acerca del uso de los bienes materiales y se nos exhorta a la misericordia y la generosidad hacia el pobre y desvalido. El profeta avisa con claridad: “Os acostáis en lechos de marfil… coméis… canturreáis… bebéis… os ungís con los mejores perfumes y no os doléis de los desastres de José”. Por su lado, del rico Epulón se dice que “vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día”, mientras que el pobre Lázaro yacía llagado y hambriento a la puerta sin que nadie se compadeciera de él.
Todo esto es la imagen perfecta del materialismo y del hedonismo, de una vida vacía que intenta llenarse de sentido con disfrutes pasajeros. Es la fotografía más nítida de quien ha perdido el sentido de la trascendencia de la vida y ha caído en el olvido más absoluto de los necesitados. ¿Cabría una representación más clara de nuestra sociedad occidental, que aun en medio de una crisis económica tremenda no quiere tomar conciencia del valor relativo de los bienes temporales y se obceca en una posición de inmanentismo, cerrada a lo trascendente? ¡Qué imagen más actual, queridos hermanos, acabamos de encontrar en estas lecturas sagradas! En realidad, es el mal del hombre caído, del hombre herido por el pecado original y que no se abre a la acción de la gracia restauradora de Cristo.
En efecto, si estas lecturas nos pueden hacer reflexionar sobre el valor relativo de los bienes materiales, es porque nos hablan además de la trascendencia de la vida: “Se acabó la orgía de los disolutos”, dice el profeta Amós, y el Evangelio de San Lucas señala que “sucedió que murió el mendigo” y “se murió también el rico”. Tal es el punto al que todos llegamos irremediablemente. Y ante la muerte, todos somos iguales: nadie escapa de ella y a todos y cada uno de nosotros nos sorprenderá un día, de mayores… ¡o de jóvenes!, pobres… ¡o ricos! ¡Cómo cambiarían muchos aspectos de nuestra vida si meditáramos con frecuencia acerca de esta realidad! ¡Cómo rehuimos pensar en la muerte, pero qué sano es hacerlo! ¡Cuántas cosas puede uno corregir de sí mismo o al menos puede esforzarse en corregirlas a partir de la meditación de la muerte, hecha no en un sentido tétrico o morboso, sino mirando a la trascendencia de la vida!
Jesús nos habla en esta historia o parábola de la dicha eterna en el Cielo y de la condenación eterna en el Infierno. Se refiere al “seno de Abrahán” o “limbo de los justos”, del que el propio Jesús llevaría a todas las almas a la gloria eterna del Cielo junto a Dios en el momento de su Resurrección. Y se refiere a los ángeles, a esas criaturas espirituales e inteligentes creadas por Dios para darle gloria y alabanza: a ellos debemos encomendarnos con frecuencia y darles culto; recordemos que hoy es la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael y el 2 de octubre celebraremos la de los Santos Ángeles Custodios.
Por otra parte, el Evangelio nos habla con claridad de la realidad del Infierno. Es lógico que haya consecuencias en la otra vida para nuestras acciones buenas y malas en esta vida: la razón lo exige y la fe lo corrobora. Y las penas del Infierno son de daño y de sentido, como bien lo refleja el texto: Epulón padecía “tormentos” y, lo que es peor, “veía de lejos a Abrahán y a Lázaro”; es decir, lo más duro de la condenación eterna es no poder gozar de la visión de Dios y de la unión con Él.
En tiempos recientes se ha querido negar la existencia del Infierno, pero es una verdad revelada y un dogma de fe. Se ha pretendido decir que el Infierno, y sobre todo la eternidad de sus penas, contradirían la misericordia divina. En este punto ya erró el teólogo alejandrino Orígenes en el siglo III y en nuestros días otros incluso de fama han vuelto a sus hipótesis. Pero todas estas posturas, que San Agustín consideraba de falsa misericordia (De civ. Dei, XXI), nacen de no comprender que el Infierno se debe a la obstinación de aquellos que se cierran hasta el final a la misericordia divina, impidiendo que ésta actúe en ellos, porque Dios respeta la libertad del hombre como respetó la del ángel. El Infierno no es tanto algo deseado en sí mismo por Dios para los demonios y para nosotros, como más bien provocado por el pecado y por la obstinación de la criatura racional. Epulón se condena por su obstinación inmisericorde hacia el pobre; habría podido oír a Moisés y a los profetas y no lo hizo.
Dios no quiere para nosotros la condenación; podemos ser nosotros mismos los que nos condenemos, pero Él desea nuestra salvación (Lc 9,56; Jn 3,17; 12,47; 1Tim 2,3-4; et al.), nos ha creado para el Cielo, y el camino para el Cielo aparece bien resumido en la primera carta de San Pablo a Timoteo que hemos leído (1Tim 6,11-16): “practica la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado”. De acuerdo con las lecturas de hoy, debemos llamar la atención sobre todo en la práctica de la justicia y de la misericordia con los necesitados. Justicia y caridad, virtud cardinal la primera y teologal la segunda, están en realidad muy unidas entre sí y ambas son muy recomendadas en la Sagrada Escritura. En el Antiguo Testamento, la figura del “justo” se identifica con la del “santo”. El libro de los Proverbios y San Pedro nos recordarán que “la caridad cubre una multitud de pecados” (Prov 10,12; 1P 4,8) y Santiago nos dirá que “el juicio será sin misericordia para el que no practicó la misericordia”, mientras que “la misericordia se ríe del juicio” (St 2,12-13). Jesús mismo nos advierte que “la medida que uséis, la usarán con vosotros” (Mt 7,2; Lc 6,38).
Pidamos a María Santísima que nos alcance de su Hijo tan excelsas virtudes de la caridad y de la justicia para llegar a disfrutar de la gloria eterna en el Cielo. Y que los mártires españoles que van a ser beatificados dentro de dos semanas nos enseñen ese grado excelso de la caridad que es el perdón a quien nos hace daño y que ellos supieron poner en práctica con sus verdugos, sin el más mínimo deseo de venganza.
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