Hermanos en el Señor Jesucristo: Nos ha congregado el Señor y por eso estamos aquí reunidos. Es el Señor, el Mediador único entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús que se entregó en rescate por todos quien nos ha invitado a cada uno a participar en esta celebración. La oración cristiana no parte de iniciativa humana, no obtiene su eficacia por ser decisión nuestra. Nosotros hemos de colaborar con la gracia de Dios: eso es imprescindible también, pero la iniciativa, aunque nosotros no lo sintamos sensiblemente, es de Dios. Esto es tan importante que la definición de liturgia no puede ser otra que “el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo” (Conc. Vaticano II) . Es el momento por excelencia en que ese sacerdocio de Jesucristo, su mediación entre Dios y los hombres, se pone de relieve de manera especial. En esta basílica el gran crucifijo que preside el altar nos ayuda a tener esto en cuenta. Es su sacrificio en la cruz el que nos disponemos a actualizar de una manera incruenta, pero sumamente eficaz. Agradecemos al Señor el que se haya fijado en nosotros, que somos pecadores, pero a pesar de todo cuenta con nosotros, quiere ejercer su sacerdocio con nuestra colaboración: la de los sacerdotes concelebrantes, como ministros ordenados; y la de los fieles que gracias al bautismo pueden acceder a recibir los sacramentos, siempre que su alma esté dispuesta y en gracia de Dios sin que pese sobre su conciencia ningún pecado mortal desde su última confesión.
Ninguna otra oración es tan grande como la Santa Misa. Pero requiere de nosotros ese esfuerzo continuo por vivir en gracia o recuperarla si la hubiésemos perdido por medio del sacramento de la reconciliación. La Eucaristía es pues una llamada constante a la santidad y a la vez es el sacramento del que proviene la fuerza para vivir en gracia, para conservar intacta esa condición de hijos de Dios recibida en el bautismo. No somos meras criaturas como cualquier ser creado por Dios. Somos sus hijos que se esfuerzan por dar testimonio del amor de Dios en un mundo que se ha vuelto muy hostil a su suave dominio, un mundo que se hace inhabitable de modo progresivo, para el que quiere proclamar de boca y con sus obras que Dios es autor de todo lo visible y es Padre de todos los hombres. Pero su llamamiento a aceptar su paternidad universal es rechazado por muchos de los llamados a ser hijos y viven solo como criaturas rebeldes y desagradecidos con sus cuidados providenciales. San Pablo nos pide que recemos por todos los hombres, los que son creyentes y los que se resisten a creer. Y también para que nosotros no seamos obstáculo a que ellos crean. Al contrario, debemos hacer diáfano el llamamiento de Dios y pedirle que multiplique sus llamadas y que se sirva de nosotros, si le parece bien, para que todos crean y lleguen al conocimiento de la verdad.
Hoy el evangelio nos ha dirigido una propuesta, muy audaz y muy realista, a servirnos del dinero, injusto y sucio por la codicia humana, para hacer el bien. Pero de modo muy realista nos ha advertido que no se puede servir a Dios y al dinero. Qué fácil es dejarse atrapar por la codicia del dinero de este mundo. Los cristianos debemos estar muy pendientes de nosotros mismos para no caer en sus lazos, porque la esclavitud al dinero nos aparta de Dios y pone obstáculos a los demás en su acceso a la fe o en su perseverancia en la vivencia de la fe.
Los obstáculos a recibir la fe en el que no la tiene, o la hubiese perdido, o en mantenerse en ella no los nombra el pasaje del Evangelio leído hoy, pero sí que ilustra muy a las claras la primera lectura del profeta Amós la idolatría del dinero: por esa búsqueda de la rentabilidad llegando a traficar con personas humanas, vendiendo al pobre por un par de sandalias. Hoy también se trafica con personas humanas, con los niños aún no nacidos, puesto que se obtiene una rentabilidad increíble con el feto del niño abortado, siendo uno de los negocios más lucrativos. Y ante eso callamos y parece que es de mal gusto denunciarlo. Pero en las iglesias que se salta por alto el deber de denunciar la falta de respeto de la vida de los niños no nacidos o de los enfermos terminales de nuestra sociedad nos deberíamos prohibir entrar, porque es una grave omisión que ofende a Dios. Nos escandalizamos farisaicamente por la esclavitud y la pena de muerte de épocas pasadas y somos cobardes para enfrentarnos a los pecados que legitiman nuestras leyes actuales y democráticas.
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Hermanos, no nos debe bastar el orar para que el mundo vuelva a su Creador y respete la ley natural manifestada en su creación e impresa en la conciencia de todo hombre: la situación actual reclama de nosotros una implicación mucho más consciente en la situación que vivimos y acudir a la penitencia y al ayuno para no dejarnos arrastrar por esta ceguera colectiva, puesto que si nos falta diligencia en hacerlo al fin estamos cayendo en pecado de omisión y estamos consintiendo que se cometan esos pecados tan graves, por no poner los medios a nuestro alcance para si quiera frenar el deterioro moral de nuestros días, que se está cobrando entre los propios creyentes tantas víctimas por su indolencia ante pecados que claman al cielo. Ante las situaciones de urgente necesidad en la Sagrada Escritura es una constante el acudir al ayuno, la penitencia y la oración, además de revisar si nuestras relaciones comerciales o sociales a nivel personal o colectivo son justas. No podemos banquetear y gastar despreocupadamente, mientras el pecado se extiende por doquier y nos mancha a todos. No debemos escandalizar a otros con nuestra falta de sensibilidad social ante tantos desheredados, ni ante tantos crímenes cometidos al amparo de las leyes. No debemos salir de esta celebración sin escuchar la voz angustiosa del Señor que clama justicia en la persona de los pobres y de la sangre de los inocentes con la que se trafica, pero también el Señor nos habla en nuestra conciencia y nos dice y ¿tú estás a la escucha de lo que te digo en Mi Palabra que hagas?
Hoy celebramos la memoria de muchos mártires en nuestra patria y fuera de ella que dieron testimonio de Cristo hasta derramar su sangre. Nos encomendamos a ellos para que nosotros no faltemos a nuestros graves deberes en esta hora de prueba que debe convertirse en un estímulo para vivir la santidad que nuestra condición de hijos de Dios reclama y el ser hijos de una Madre tan sensible a las necesidades ajenas, como lo mostró en Caná de Galilea: es para nosotros una ayuda que no debemos desestimar. La Bienaventurada Virgen María es nuestro modelo: ella se implicó en las necesidades humanas de los recién casados y en la Cruz la de todos los hombres: por eso es ahora nuestra Abogada en nuestros grandes apuros espirituales y corporales. Para el cristiano de hoy el rezo cotidiano del santo Rosario unido a la penitencia y a su formación en la fe cristiana es una manera de asumir esta responsabilidad del momento actual.