Queridos hermanos en el Señor:
La reunión eclesial de cada domingo es la oportunidad que Dios nos brinda de cobrar fuerzas en nuestro caminar como discípulos de Jesús, hacia el encuentro definitivo con él. En cierto sentido, es una especie de abastecimiento del alma, un rellenar de agua el dique tantas veces seco de nuestro espíritu… La Palabra de Dios y la Eucaristía, además, nos robustecen y nos estimulan a superar el pesimismo reinante que a veces hace también mella en nosotros. Nos lamentamos sin parar de lo mal que va todo: la sociedad no avanza como debiera, el progreso nos estropea, el bienestar nos hace egoístas, la escuela y la universidad son un desastre, y no hay que fiarse de la política, los mismos sacerdotes ya no son como antes, hasta el tiempo ha cambiado y las estaciones ya no son lo que eran. Nuestros análisis, lamentos y razonamientos, en muchos puntos acertados, no conducen sin embargo a una actitud constructiva. Ese desaliento nace del ver la realidad a medias. Resulta llamativo que en san Benito, patrón de Europa, no oímos jamás una queja por las circunstancias dramáticas de la Iglesia y la sociedad de su tiempo. San Benito no malgasta sus fuerzas en acusaciones ni en lamentos, sino que se dedica sencillamente a su obra: alabar a Dios, servir a los hermanos, construir, alentar a la santidad… Hoy me parece esencial que nos iniciemos en esa «ascética de alentar»; que seamos personas positivas capaces de edificar, animar, confortar, aconsejar desde la comunión con Dios.
La liturgia de este domingo nos sitúa ante una bellísima y larga meditación sobre la misericordia de Dios. Voy a centrarme en la parábola del hijo pródigo que acabamos de escuchar en el evangelio. Esta página de san Lucas nos describe de un modo extraordinario cómo es el corazón que late detrás de la acción reconciliadora de Dios. El relato es, ante todo, la inefable historia del amor de un padre –Dios– que sale al encuentro de los hijos que se han perdido y les ofrece a ambos el don de la reconciliación plena. Jesús presenta, en primer lugar, la dramática vicisitud del hijo más joven: su salida de la casa paterna, su vida disoluta y vacía, los tenebrosos días de la lejanía y del hambre, de la dignidad perdida, y al fin, la nostalgia de la propia casa, la valentía del retorno y la acogida del padre, ese padre que había respetado su libertad y que siempre le había estado esperando.
El beato Juan Pablo II escribió que el hombre –el hombre de todos los tiempos– es este hijo pródigo: el hombre hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir por su cuenta la existencia; el hombre caído en la tentación y desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; el hombre solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí. Lo más conmovedor en la parábola es sin duda esa acogida festiva y amorosa del padre al hijo que vuelve: signo de la misericordia de un Dios siempre dispuesto a perdonar.
Pero Jesús, se refiere también al hermano mayor, aludiendo a los fariseos y letrados que despreciaban a los demás y murmuraban contra él por su trato con pecadores. Este hermano había servido siempre en la casa paterna, pero sin espíritu filial, sin sentirse verdaderamente hijo. Por eso rechaza su puesto en el banquete, y reprocha al padre la acogida que dispensa a su hermano. El egoísmo lo hace ser celoso, endurece y ciega su corazón. La felicidad por el hermano hallado tiene un sabor amargo para él. Mirad, en cierta medida, todos somos también este hermano mayor. Tal vez nosotros, que siempre hemos permanecido en el seno de la Iglesia, tenemos endurecidos los huesos de nuestro espíritu y no vivimos con auténtico espíritu filial, alegrándonos de la reconciliación de nuestros hermanos y acogiéndonos también a la misericordia divina. Necesitamos volver a dirigir la mirada a ese padre –verdadero protagonista de la parábola–, que no pregunta qué has hecho, dónde has ido, qué hiciste de los bienes; sino que se conmueve ante el regreso de su hijo menor, colmándolo de ternura; y sale al encuentro también del hijo mayor con gran solicitud, diciéndole: Tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo.
Cuánto necesitamos, hermanos, volver a considerar esa escena del padre que se conmueve al ver a su hijo de vuelta, que sale a su encuentro y lo abraza y lo llena de besos. Me atrevo a imaginar a Benito de Nursia, contemplando a ese padre misericordioso de la parábola, y escribiendo a sus monjes aquel consejo precioso de vida espiritual que nos sirve a todos: No desesperéis jamás de la misericordia de Dios. El padre de los monjes de Occidente, como los amigos de Dios a lo largo de la historia, comprendió que nuestro Padre es rico en misericordia: siempre aguarda el regreso del pecador arrepentido, lo colma de ternura a su llegada y manda preparar el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
Me gustaría, finalmente, apuntar un rasgo clave en la psicología del hijo menor, en la psicología de todo aquel que inicia un proceso de conversión: en el punto de partida hay un reconocimiento sincero del propio pecado. Cuántas veces acudimos confesarnos tratando de justificar cuanto hemos hecho de malo. Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. La actitud del hijo es humilde; la humildad está en la raíz del movimiento hacia la casa paterna. No se presenta con excusas. Lo excusable forma parte de la dinámica de la justicia. Hay apertura a la dinámica nueva de la gracia. Ante Dios debemos presentarnos no con excusas, sino pidiendo perdón. El papa Francisco está insistiendo una y otra vez en que la misericordia es el mensaje más fuerte de Jesús; el rostro de Dios es el rostro de un padre misericordioso. Dios nunca se cansa de perdonar.
Pidamos a nuestra Madre, la Virgen de los Dolores, que nos ayude a abrirnos siempre a la misericordia y a la ternura infinita de Dios. Que con su intercesión maternal no nos cansemos de pedir perdón a Dios ni de ser misericordiosos con nuestros hermanos.