Muy queridos hermanos en Cristo:
Los domingos del tiempo de verano, y en especial la celebración eucarística, pueden ser momentos fuertes en nuestra vida de fe; momentos para dialogar con ese Dios que conoce y siente nuestras inquietudes y nuestros temores; momentos para situarnos ante Jesús que nos vuelve a decir: Yo estoy contigo todos los días, y también No temas, yo he vencido al mundo. En medio del creciente desarme ético que padece nuestra sociedad, en medio de la materialidad sin alma que se cultiva en tantos ambientes, vuelve a cobrar fuerza la llamada del Señor a que nos convirtamos en luz para este mundo, en luz para nuestros hermanos. Pero, ¿podemos ser luz los cristianos sin tratar con Dios? ¿Podemos ser sal de la tierra si no rezamos ni frecuentamos los sacramentos? ¿Cabe Dios en un corazón tan ocupado como el nuestro? Nos urge buscar espacios de reflexión y de oración en nuestras vidas a veces de ritmo tan frenético y banal. Dios desea entrar en nuestro corazón y está a la puerta llamando; a nosotros nos toca revisar hoy nuestra actitud de acogida y disponibilidad.
Después de haber escuchado la Palabra de Dios, me gustaría compartir con vosotros algunas consideraciones, sobre todo a la luz del evangelio. La liturgia nos propone el episodio de la primera misión de los Doce. San Marcos habla a menudo de «los Doce», para referirse a los «apóstoles». El término encierra un carácter simbólico: en la Biblia, doce significa la totalidad del país (las doce tribus de Israel), y también la totalidad de la Iglesia. Marcos nos dice que, por primera vez, Jesús, después de haberlos llamado, los «envió» de dos en dos. Es el Señor quien toma la iniciativa de enviar a los apóstoles; una iniciativa sin paralelo en el AT. Lo realmente importante es ver que los Doce se ponen en acción al servicio del anuncio del Evangelio y, sobre todo, que Jesús quiere colaboradores para su misión; siendo Hijo de Dios, quiere compartir su misión con nosotros. Se manifiesta aquí un aspecto del amor de Jesús, que no desdeña la ayuda que otros hombres puedan aportar a su misión. El les confiere la dignidad de ser sus enviados, pese a que conoce sus límites y sus debilidades (A. Vanhoye).
Con un espíritu de total desprendimiento, este primer grupo misionero llama a la conversión, anuncia el Reino de Dios y muestra sus signos, ungiendo con aceite a muchos enfermos y sanándolos. Las consignas que Jesús les ha dado implican también el poder sobre los demonios: el Señor ha depositado en ellos su confianza y les ha asociado a su misión liberadora. Les advierte, además, que no siempre recibirán una acogida favorable: en ocasiones sufrirán el rechazo. Sin embargo, ellos deben hablar en nombre de Jesús, predicar el Reino sin preocuparse por tener éxito.
Fijaos, además, que son enviados de dos en dos. Esta precisión no deja de ser significativa; puede indicar a la vez una preocupación por la seguridad de los discípulos y una preocupación comunitaria. También el seguimiento de Jesús mediante la experiencia de una compañía, de una auténtica amistad humana, es extremadamente positivo; puede favorecer la decisión, la adhesión y la perseverancia. Tal vez el mundo contemporáneo tenga necesidad de este testimonio, un testimonio con el que los seguidores de Jesús muestran que son capaces de valorar todo lo que hay de bueno y santo en las relaciones fraternas y amistosas.
Como podemos ver, el tema central de la liturgia de este domingo gira en torno a dos palabras: elegidos y enviados. La primera lectura manifiesta, de hecho, que Dios quería tener necesidad de los hombres para llevar a cabo su misión. Amós es un ejemplo patente, al lado de muchos otros como Abrahán, Moisés y los profetas. Amasías, sacerdote de Betel, le ordena que se marche de allí, porque su enérgica predicación contra las injusticias está alejando a la gente del santuario. Sin embargo, Amós responde que no ha sido él quien ha escogido esta misión, sino que se la ha confiado el Señor: El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo. Por eso, tanto si le acogen bien como si le rechazan, continuará profetizando. Dios elige, y no elige a los mejores, sino a aquellos con quienes puede contar y a quienes, pese a su debilidad, puede otorgar su gracia. Toda la Biblia muestra que la elección hecha por Dios nunca es un privilegio merecido por unos en detrimento de otros, sino una llamada recibida para el servicio y el bien de todos.
En este sentido, resulta esclarecedor el magnífico pasaje de la Carta de san Pablo a los Efesios que hemos escuchado en la segunda lectura, que es una acción de gracias a Dios que «nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales». Él nos eligió y nos ha destinado a ser sus hijos y a ser su pueblo. Ha hecho de nosotros los destinatarios de la Buena Noticia, no para que nos la guardemos egoístamente, sino para que, a ejemplo de los Doce, vayamos y demos testimonio de ella. Después de los profetas y de los apóstoles, es en nosotros, queridos hermanos, en quien confía Dios para anunciar el Evangelio. Respondamos a esta llamada con paz y con alegría en nuestras circunstancias concretas. Demos un «sí» pleno a la llamada de Dios y a su envío. Nuestra vida debe convertirse en un «sí», que prolonga el «sí» de Jesús. Se trata, en definitiva, de imitarle a Él, el Apóstol del Padre, que es el «sí» que Dios ha dado al hombre.
En tiempos de crisis, no todas las soluciones derivan de las medidas económicas: el horizonte del hombre se esclarece a la luz de la fe y de la esperanza cristiana. Cristo se ha hecho nuestra reconciliación y nuestra paz (Col 1, 20; Ef 2, 14). Con Cristo ya podemos transformar los acontecimientos de nuestro caminar en un «sí» de ofrenda sacrificial a Dios, en un «sí» de servicio y de donación a los hermanos. Este reto llena nuestros corazones de una gran alegría, de confianza, de optimismo, y nos impulsa a la acción de gracias.
Pidamos a nuestra Madre, la Virgen del Carmen, cuya fiesta celebraremos mañana, que haga nuestros corazones transparentes y disponibles como el suyo, y que sea la estrella que nos guíe siempre en la travesía de nuestra vida hasta el encuentro con el Señor.