Queridos hermanos en Cristo:
En el tiempo de verano nuestro corazón siente también la necesidad de escuchar palabras que iluminan y dan sentido a la vida. En medio de tantos mensajes fascinadores y seductores, pero vacíos y efímeros, como nos rodean, nuestro interior se encuentra muchas veces como tierra reseca y sedienta que anhela ser empapada por el rocío del Espíritu. La celebración eucarística nos brinda la oportunidad semanal de alimentarnos con la palabra del Señor, palabra verdadera, palabra de vida eterna. Nos ayuda también a tomar conciencia de que formamos un cuerpo en Jesucristo, una preciosa comunión en Él. De este modo, la misa dominical afianza nuestro corazón en la «cultura del nosotros», de la pertenencia a la comunidad y del compromiso mutuo. Necesitamos participar en ella para resistir a la «cultura del yo», al feroz individualismo que invade el pensar y el actuar del hombre contemporáneo. Reunidos en torno al altar experimentamos una gran certeza: la vivencia personal de ser amados por Dios, lo cual nos hace sentirnos valiosos y empujados a salir hacia fuera, en dirección al hermano (J. Mª. Fernández-Martos). Aquí Dios toca nuestro corazón; lo toca y lo transforma en un corazón abierto y entregado a todos, que acoge la suerte de los demás, que presenta a Dios las calamidades del mundo, que arriesga por los otros, que se implica, que se alegra, que sufre, que comparte.
A mi modo de ver, hay dos palabras que sintetizan la liturgia de este domingo: el envío o misión y la paz. La misión evangelizadora nace como consecuencia del envío de Jesús; los setenta y dos discípulos designados por Él son enviados para anunciar la cercanía del Reino de Dios. La paz, a su vez, se convierte en el distintivo de los discípulos de Cristo, convertidos en constructores y difusores de la paz divina. Jesús les dice: «Cuando entréis en una casa, decid primero: —Paz a esta casa». Ese saludo nos recuerda las primeras palabras del Resucitado a los discípulos: «Paz a vosotros». La misión de aquellos hombres mandados de dos en dos no tiene nada que ver con una misión militar, de conquista hecha por la fuerza de los medios humanos. Los discípulos cuentan con la promesa de Dios de poder comunicar la paz (A. Vanhoye).
Jesús les manda que coman y beban de lo que les ofrezcan en cada lugar. Insiste así en propagar la paz sin dejarse condicionar por las rígidas observancias de la ley judía. Los mensajeros del Evangelio deben ser abiertos y conciliadores, deben buscar siempre lo que une a las personas. San Pablo dirigirá unas palabras similares a los cristianos de Roma: El reinado de Dios no consiste en comidas ni bebidas, sino en la justicia y la paz y el gozo del Espíritu Santo (Rm 14, 17). Dios quiere que todos sus hijos vivan en la paz, en la alegría y en el amor. Él está lleno de ternura, como nos dice la primera lectura. La generosidad divina se manifiesta con gestos de ternura: Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán (Is 66, 12). Se trata de una visión de paz: la de una familia con niños pequeños llevados en brazos y acariciados. Dios se revela así lleno de afecto no sólo paterno, sino también materno. El Papa Francisco se ha referido en diversas ocasiones a la ternura como rasgo propio del cristiano; a un grupo de futuros sacerdotes, les decía: «Hoy os pido en nombre de Cristo y de la Iglesia: Por favor, no os canséis de ser misericordiosos. A los enfermos les daréis el alivio del óleo santo, y también a los ancianos: no sintáis vergüenza de mostrar ternura con los ancianos» (Papa Francisco, Hom. de 21-4-2013).
San Pablo, en la segunda lectura habla también de la paz. El apóstol desea siempre «gracia» y «paz» en sus cartas. En realidad, las dos van juntas: la gracia es el amor gratuito de Dios, que se nos ha dado por medio de Jesucristo y nos trae la paz: primero la paz con Dios y, luego, la paz en nuestro interior, en nuestra conciencia, y la paz con todos los hombres. La misión de la Iglesia es una misión de paz, que debe ser llevada adelante siempre con una gran confianza, porque corresponde al deseo de Dios y al efecto de la redención que Cristo nos ha conseguido en la cruz (A. Vanhoye).
Pero en nuestra búsqueda de la paz hay algo que nos sorprende: la experiencia verdadera de la paz está unida a la entrega total de uno mismo, una entrega que requiere renuncia y olvido de sí, hechos con amor. La paz de Jesucristo no es consecuencia de la posesión de bienes, ni del dominio o del poder sobre las personas y las cosas, o del placer egoísta, sino de cumplir la voluntad de Dios, de llevar a cabo lo que Dios revela a cada uno como bueno, mejor y más perfecto (Á. de Buenafuente). ¿Cómo podemos fomentar la paz cristiana en este tiempo de verano? Creando espacios de oración en tu vida, fomentando la hospitalidad generosa y un clima alegre en tu casa, entre los tuyos, con tus amigos.
Hoy la misión encomendada por Cristo continúa. Los hombres y mujeres que abrazan esta misión han de ser personas que se parecen a Jesús y que se definen desde Él; personas que gustan del trato asiduo con Dios; que no se afligen por las incertidumbres y nieblas del presente; que serenamente confían su futuro al Señor; que irradian una libertad y una serena alegría que les brota de dentro; personas, en definitiva, que planean su vida desde unos planes que dan vida a otros.
Haznos, Señor, por mediación de María, mensajeros intrépidos de tu evangelio allí donde transcurre nuestra vida; ayúdanos a comprender y secundar el proyecto de ternura de Dios sobre el mundo; danos la fuerza para combatir y vencer el mal a fuerza de bien, para ser instrumentos de tu paz; sostén nuestra súplica para que aumenten los obreros en la mies que es el mundo; que nuestra alegría, Señor, consista en que nuestro nombre esté inscrito en el libro de la vida.