Hermanos en el Señor: Celebramos en esta Eucaristía el amor de Dios a los hombres que en Jesucristo nos llama a su seguimiento, a imitarle a Él, quien tomó nuestra carne mortal para hacernos partícipes de su naturaleza divina. La invitación a imitarle se dirige a los que quieren tener parte en su herencia eterna, en la comunión en su vida divina. Ahora bien, si queremos gozar de tan gran prerrogativa no podemos exigir ser eximidos de pasar por donde Él ha pasado. “No es más el discípulo que el maestro” (Lc 6,40; cf.Jn 13,16). Él es nuestro maestro y Señor, con esos títulos le llamaban sus apóstoles y discípulos. Él confirmó que eso era correcto (Jn 13,13). Pues si Jesucristo es nuestro Maestro y Señor no debemos rehuir seguir su camino de cruz para poder participar en su gloria.
La primera lectura de hoy nos cuenta la historia de la sucesión del profeta Elías que deja como continuador de su ministerio a Eliseo. A través de un gesto muy significativo echándole su propio manto sobre los hombros comprendió Eliseo que debía continuar la estela profética de Elías y también que si su predecesor había sido perseguido y había tenido que huir al desierto por ser mensajero de la Verdad de Dios ante los hombres, a él no se le iban a ahorrar los padecimientos de ser fiel a su vocación. Antes de emprender su iniciación sirviendo a Elías, para después sucederle, se despide de su familia con una comida en la que se despoja de todas sus pequeñas pertenencias.
El evangelio de Lucas desarrolla una enseñanza peculiar de Jesús. Jesús va de camino a Jerusalén donde va a sufrir la muerte ignominiosa de la Cruz. Cuando se presentan personas dispuestas seguirle Jesús habla de seguimiento, ese seguimiento supone incorporarse a itinerario de muerte en la Cruz, que tendría lugar en Jerusalén. Y además hay un contraste con la decisión de Eliseo. A él se le permite ir a casa a despedirse de su familia. En cambio a los seguidores de Jesús se les niega cumplimentar ese deber humano tan fundamental. La clave para entender tal negación es la urgencia inaplazable de los tiempos mesiánicos, de la instauración del Reino de Dios que recordamos a cada paso en el Padrenuestro y en la Eucaristía al decir: “Ven, Señor Jesús”. Pero tenemos una esperanza esclerotizada del Reino y por eso no nos dice nada. Para Jesús en cambio es una tarea inaplazable y por eso ciertos deberes humanos pasan a segundo lugar. Esto no quiere decir que la caridad con el prójimo sea algo secundario. San Pablo nos ha recordado hoy una enseñanza fundamental del Evangelio: “Sed esclavos unos de otros por amor” (Gál 5,13). El punto importante en esta enseñanza es que nos debemos ocupar ante todo de la tarea de predicar el Reino y los destinados ministerialmente a esa tarea misional deben urgir constantemente a la conversión, pero también debemos ocuparnos todos y cada uno en la propia conversión poniendo esta tarea por encima de todos los demás deberes, los cuales han de ser dejados para otro momento posterior.
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Y aquí es donde está nuestro pecado. Que no escuchamos este mensaje de urgencia. Que vivimos apoltronados en nuestras discusiones políticas, ocupados en nuestras comodidades cada vez más complejas, enquistados en nuestras apetencias sensuales que nos desvían de nuestro camino de santificación y nos instalan en el pecado sin salir de él. De nuevo recuerdo lo que acabamos de escuchar: “Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne”. No escuchamos a Jesús que murió por nosotros en la Cruz. Antes Él era nuestro cimiento y piedra angular, pero ahora su pueblo es obstinado y quiere elegir él sus cimientos, y son materiales vanos y de poca consistencia hasta el punto que nunca podrá edificar sin la ayuda de su Señor.
Ufanos y alegres disfrutamos de fiestas que provocan al Señor, que provocan la Ira de Dios, pero seguimos con nuestras fiestas y construcciones vacías y sin consistencia. ¿Hasta cuándo tendrá que aguardar el Señor nuestra vuelta a Él? Vamos por senderos que no conducen a ninguna parte, salvo al infierno; y en el fondo lo sabemos, pero no nos atrevemos a incomodar y a ser impopulares, pues sabemos que Jesús dijo bien claro que el sarmiento que no está unido a Él y en Él no da fruto lo corta el viñador y lo arroja al fuego eterno (Jn 15,6). El que se separa del que es la Vida se queda en la muerte, una muerte en vida, pues pensamos que estamos vivos, pero si el alma muere todo nuestro ser está muerto, y aún así cantamos, bailamos y reímos, pero estamos muertos porque hemos alejado la vida de nosotros.
Dejemos que el Señor nos hable con rigor: el médico sabe utilizar el bisturí para sanar, para salvar y se lo permitimos, porque queremos salvar nuestras vidas; a Él que es nuestro Redentor, a nuestro Salvador, no le dejamos que nos hable con rigor para salvar algo más más grande que nuestra vida: nuestra alma.
No seamos hijos rebeldes, que se nos acaban los día de nuestra vida sin darnos cuenta, que este mundo pasa; ya lo ha intentado todo nuestro Salvador y ha vertido demasiado sufrimiento en nuestras vidas. No creamos que todo va continuar con normalidad, pues si fuésemos mínimamente perspicaces percibiríamos la revuelta social que se está fraguando, no estaríamos tan ajenos a la realidad que nos circunda, pero hasta hemos perdido el sentido de la realidad: El príncipe de este mundo, el enemigo de nuestra lama anda rondando a quién devorar y nosotros sin enterarnos.
Nos prometemos que siempre seremos felices cuando parece que todo sale según nuestro gusto, y deberíamos llorar si nuestra alma no está verdaderamente unida al Señor. Si viéramos con los ojos de Dios un alma en pecado mortal sentiríamos tal horror que iríamos rápidamente a confesar todos nuestros pecados y no querríamos jamás pecar, pues no podemos ni siquiera imaginar la putrefacción, el hedor, el corrompimiento infernal que habita en un alma en pecado mortal. Los cuerpos maravillosos que albergan almas hediondas ahora ríen y se divierten, pero ¿de qué les va a servir esa belleza efímera? Tengamos compasión de lo que eso supone para la vista del que ha derramado su Sangre por nosotros. Estemos o no en pecado mortal nadie debe consentir que vivan tantos hermanos nuestros en la ceguera. Las entrañas del Señor se conmueven y su Corazón sangra de dolor ante el futuro de esas almas: el infierno. No, hermanos, acudamos al Corazón de Jesús que hace un siglo fue testigo de cómo un rey, Alfonso XIII, que sin embargo no era moralmente ejemplar, cumplió el deseo del Señor de consagrar el país al Sagrado Corazón de Jesús a pesar de las amenazas de la masonería, que se cumplieron al obligarle a abandonar el país. Pero Dios le pagaría con creces, como al buen ladrón, ese testimonio público de amor. Bebamos del Agua pura de Su Santo Espíritu, lavemos nuestra alma en la preciosa Sangre del Señor por medio del sacramento de la penitencia.
Se acaba la representación de este mundo, Dios no puede mirar a otro lado ante tanta burla que se hace de sus leyes más sagradas y no pueden seguir las cosas como si nada pasara. Hemos de preparar nuestra alma para su llegada de Amor y de Justicia. No podemos dejar para mañana nuestra conversión. Si Jesús nos habló de la urgencia de la conversión, sus palabras ante la situación de desolación moral en que nos encontramos deben ser para nosotros gritos angustiosos y, a la vez, llenos de cariño porque quiere nuestra salvación. Hemos de ser felices en el amor de Dios, sí, es totalmente cierto, pero si no avisamos a nuestros hermanos es que no conocemos al Señor ni su Evangelio, y entonces, ¿qué nos dirá? (Mt 25,12).
A Él ya lo tuvieron por loco, y nosotros, ¿a quién seguimos? Hoy en estos momentos más o menos, cuando en el Cerro de los Ángeles se está consagrando a España al Sagrado Corazón nosotros también tenemos ocasión de mostrar al Señor nuestro Amor y de prometerle que no queremos seguir a los que nos prometen la felicidad en este mundo, sino a Él; que no queremos seguir clavados en este mundo, sino agarrarnos a su Cruz, que queremos amar nuestra cruz, la que nos ha tocado de nuestras enfermedades y limitaciones, de nuestra familia y la época en que vivimos, que no es maravillosa, pero es la que Dios ha querido fuera la nuestra. Digámosle que no queremos huir de la Cruz, del dolor, que creemos que sus heridas nos han curado y creemos que también LAS NUESTRAS PUEDEN A AYUDAR A OTROS A QUE SE CUREN Y NO SE ALEJEN DE ÉL. De dos a cinco estará en la capilla del Santísimo expuesto el Señor para que le adoremos, nos reconciliemos con Él y nos injerte en la comunión con Él que quizás estaba debilitada o casi perdida. Si nosotros manifestamos nuestra fe, el Señor manifestará su Gloria y su poder.