Queridos hermanos en Cristo:
Hemos comenzado la eucaristía, como cada domingo, con el bello canto del introito mientras la procesión de escolanes, monjes y concelebrantes se dirigía hacia el altar. Ese momento de nuestra celebración –la procesión y la veneración del altar– es sumamente elocuente. San Ambrosio gustaba recordar a los cristianos de su tiempo: Altare Christus est (el altar es símbolo de Cristo, de su presencia en medio de nosotros). La procesión de los que cantan al Señor, en nombre de toda la asamblea, en dirección al altar, simboliza la Iglesia que peregrina hacia Cristo en la historia; simboliza también lo que ha de ser nuestra propia existencia: caminar hacia Cristo; Él es el centro, Él es la meta, Él es la luz verdadera que nos permite seguir hacia adelante con esperanza, en medio de nuestras vicisitudes personales, a veces tan difíciles y dolorosas. Así lo contemplamos en la cúpula, donde el mosaico del Resucitado, en majestad, sostiene un libro en el que se lee: Ego sum lux mundi (Yo soy la luz del mundo, Yo soy vuestra luz). Como veis, en la liturgia todo habla, todo tiene un sentido: el canto, los gestos, el altar, la cruz… Ojalá que nunca dejemos de caminar hacia Jesús, que no nos apartemos nunca de su luz.
En este domingo Cristo, que se revela como el Camino y la Verdad, se nos manifiesta también como la Vida. Él con sus discípulos y un numeroso grupo de seguidores –nos cuenta san Lucas en el evangelio– se acercaba a una aldea de Galilea llamada Naín, a unos 10 kms. de Nazaret. La escena con la que se encontraron resultaba en verdad conmovedora: una madre asistía al entierro de su único hijo y, además, era viuda. La situación de aquella mujer era digna de lástima y mucha gente del pueblo la acompañaba en aquella hora tan amarga.
Debemos notar aquí dos cosas: la primera es que Lucas nos muestra a un Jesús atento a un grupo social desvalorizado en aquel tiempo como era el de las mujeres. Jesús muestra que está cerca de los pequeños, que su predilección son aquellos que no cuentan, quienes no tienen voz, los que no tiene el poder de las grandes decisiones. En segundo lugar, hay algo que pudo tocar el Corazón de Cristo: ¿pensó acaso en su propia madre, viuda, que pronto iba a ver morir trágicamente a su único hijo? (cf. M. Iglesias).
Sea lo que fuere, algo va cambiar radicalmente aquella escena de dolor: el paso de Jesús. Porque Jesús vio la escena, vio a aquella mujer que posiblemente se quedaba sola en la vida, y no sólo vio sino que también sintió compasión. De su corazón lleno de entrañas de misericordia nace un milagro que nadie le ha pedido en realidad. Al verla el Señor –dice el texto– le dio lástima y le dijo: no llores. Es bello contemplar a Jesús conmovido por las lágrimas de una madre que sufre. Y hemos de pensar que también le conmueven mis lágrimas, como le conmovieron las de aquella aldeana viuda de Naín. Se nos revela aquí un Dios que no es indiferente ante el sufrimiento humano: tus penas, tus lágrimas siguen suscitando la compasión de Jesús. Acude a Él y cuéntaselas delante del sagrario; desahoga con Él tus preocupaciones, tus angustias, tus miedos.
Las palabras del Señor ante el cuerpo sin vida de aquel joven todavía nos llenan de estupor: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! «A ti te lo digo yo que soy la Vida». A nosotros nos lo repite cuando nos invita a «levantarnos» de nuestros pecados, que son alejamiento de Él y muerte. «Levántate también tú de tu postración fruto del pecado, acércate a Cristo que te ofrece su vida en el sacramento del perdón».
¡Cristo es la Vida! (cf. Jn 14, 6). Así se nos revela en este domingo. Pero decir esto significa que Él no me aporta sólo una orientación para actuar; me aporta sobre todo vida nueva para ser. Muchas veces los cristianos caemos en una vieja tentación: la de ver en Jesús sólo un modelo ético, y en el cristianismo un recuerdo histórico, una doctrina moral, ideas y criterios, sin más. Visto así, es algo que está fuera de nosotros, y a lo que nosotros intentamos adaptarnos, con mayor o menor éxito. ¡Y esto es mutilar el misterio de Jesús y el sentido del vivir cristiano!
Él nos ha dado de sí, de su misma vida. Seguir a Cristo no es sólo procurar cumplir unas reglas de conducta o de observancia, sino sacar, extraer de Cristo mismo la energía, la vida que necesitamos para llevar a la práctica esas normas de conducta. Y para ello, es imprescindible acercarse a la Persona de Jesucristo.
Creo que la liturgia de este día tiene dos grandes enseñanzas para nosotros: Jesucristo está vivo y es Vida para el alma. Si nosotros sabemos injertar nuestra vida en la Vida podremos exclamar también con san Pablo, desde la propia experiencia: ¡Para mí la vida es Cristo! (Flp 1, 21). La segunda enseñanza es que este Cristo tiene entrañas de misericordia, se compadece ante las lágrimas de los hombres. Invoca a Jesús con las palabras del Salmo 50: «por tu inmensa compasión borra mi culpa». Si sientes el peso de la prueba ora con el Sal 78 diciendo: «Que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados». No te rindas, nuestras súplicas nunca caen en el vacío; frecuenta la eucaristía, reza, reflexiona, acude al sacramento de la reconciliación.
A la Virgen María, le rogamos hoy que nos guíe por el camino de la sencillez evangélica, que nos introduzca en esa comunión de vida con Jesús que nos contagia su manera de ser y de pensar, y le pedimos también que nos ayude a pensar lo que es recto y a cumplirlo con la ayuda de la gracia. Que así sea.