Queridos hermanos en el Señor:
Permitid que comience estas palabras con un hecho que le aconteció al Papa Juan XXIII. Supieron sus más íntimos que algunas noches las preocupaciones y los temores amenazaron al Papa Juan con quitarle el sueño. Eran tantos los problemas de la Iglesia que pesaban sobre él y que le inquietaban. Una noche, movido por la gracia, reaccionó y se dijo a sí mismo: «Pero, Juan, ¿por qué no duermes? ¿Eres tú, el Papa, quien gobierna la Iglesia, o acaso no es el Espíritu Santo quien lo hace? Anda, Juan, duérmete».
Son muchos los temores y los miedos que atenazan la vida de los hombres y de los cristianos de hoy: en el plano personal, tememos no cumplir con nuestras responsabilidades, no lograr nuestras metas o no ser reconocidos por los demás como quisiéramos; incluso tenemos miedo a que nos sobrevenga cualquier tipo de desgracia o enfermedad, nos inquieta el futuro, la vejez, la muerte. En el plano social, nos inquieta el paro, la crisis de la clase política, la falta de valores en los más jóvenes. En la vida eclesial, nos tiene seriamente preocupados la ofensiva laicista (que aquí percibimos intensamente), las deserciones o la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas…
El miedo de un cristiano, hermanos, no puede quedarse al margen de la fe. Porque, en realidad, nuestros miedos tienen raíces de incredulidad. La Sagrada Escritura insiste en afirmar que lo contrario de la fe es el miedo. Y nos urge recuperar el sentido auténtico de la fe. Cuántas veces para nosotros la fe cristiana ha quedado reducida al conjunto de verdades contenidas en el Credo, sin que tengan una incidencia real en nuestra vida ordinaria. Son ideas en la cabeza que no descienden al corazón, que no tocan la vida. Entonces, mientras afirmamos creer en Dios Padre todopoderoso, en Jesucristo muerto y resucitado, en el Espíritu dador de vida o en la felicidad del mundo futuro, lo desmentimos con una actitud cotidiana sembrada de temores.
La fe bíblica es sobre todo confianza en la persona de Dios-Amor y en su Palabra; es fiarse de Él más allá de la propia constatación de los sentidos. Es como pisar un suelo firme e inamovible; es la actitud del rebaño que camina seguro junto al pastor, escuchando el sonido de su cayado aunque haya oscuridad, o la actitud del niño que, en brazos de su padre, no teme nada absolutamente. Pero, ¡ay! cuando la fe se enfría, cuando esa fe es teórica y cuando nos apegamos demasiado a las cosas de aquí abajo: comienzan entonces a invadirnos los temores y las inseguridades. El suelo se tambalea, se deja de escuchar el cayado del buen pastor, se pierde la referencia del padre… Necesitamos entonces volver a escuchar de nuevo la voz de Dios que nos dice: «No tengas miedo». Y la de Cristo que nos repite: «Yo estoy contigo cada día hasta el fin del mundo».
La Pascua es tiempo de afianzar nuestra fe y nuestra confianza en Dios. Cristo no nos ha dejado desamparados; Él sigue vivo y nos envía el Espíritu Santo: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad». La experiencia del Papa Juan XXIII es la experiencia de la pequeñez humana y del miedo, pero también es la experiencia de un santo que pone su confianza en el Espíritu de la verdad, en el que lo podemos todo.
La Pascua es también tiempo propicio para recuperar la alegría y la esperanza que proviene de la victoria de Cristo. En el solemne canto de entrada escuchábamos unas palabras inspiradas en el profeta Isaías: Vocem iucunditatis annuntiate… usque ad extremum terræ (Introito). Se trata de una invitación llena de fuerza, una invitación que urge a anunciar, a grandes voces y hasta el confín de la tierra, un acontecimiento gozoso que nos ha cambiado la vida, que ha transformado para siempre nuestra historia: Liberavit Dominus populum suum. El Señor ha redimido a su pueblo con la Resurrección, lo ha liberado de la esclavitud del pecado, de todo cuanto se opone al amor… ahora el horizonte que se abre ante nosotros es radicalmente distinto y nuevo, es un horizonte lleno de luz, de gozo y de esperanza, aunque nos veamos acechados por las fuerza del mal. Nos apremia este anuncio porque deseamos que todos nuestros hermanos lleguen a conocer a Cristo, lleguen a encontrarse con Él. Este anhelo profundo de la Iglesia lo hemos hecho nuestro en el Salmo responsorial, en el que hemos cantado: «Aclamad al Señor, tierra entera» (Sal 65). ¡Sí, hermanos, éste es nuestro deseo! Queremos que la tierra entera entre en comunión de vida y de amor con el Resucitado; queremos que todos lleguen a sentir la gran certeza que tan bellamente expresaba un autor de nuestros días: «¡Sois amados! ¡Sois amados! Este es el Mensaje que llega a nuestra vida, lo queráis o no, lo comprendáis o no, lo hayáis experimentado ya o tengáis todavía que esperar. ¿Qué es la vida? Ser amados. ¿Y lo que nos sostiene? Ser amados. ¿Y nuestro destino? Ser amados, esto es Jesucristo», (L. Giussani), ésta es la razón de nuestra esperanza y de nuestra alegría.
Es el Espíritu Santo el que nos introduce en ese misterio de comunión; es Él quien nos capacita para vivir en la alegría y el que infunde en nosotros la verdadera esperanza teologal. Pidamos, por mediación de María santísima, que experimentó este gozo y lo cantó en el Magnificat, que nos ayude a transmitir el Espíritu de la esperanza, en especial a todos aquellos que sufren o están desesperados.