Queridos hermanos:
En la celebración de la Pascua conmemoramos el acontecimiento central de nuestra fe: Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día, según las Escrituras. Dios Padre ha aceptado su sacrificio por nosotros. La victoria de Cristo, que es la victoria de un amor llevado hasta el extremo, es también la nuestra. Por eso, como nos recuerda la oración colecta, estos son días de alegría y gozo: ¡Cristo vive resucitado y nos ha prometido su presencia hasta el final de la historia! La palabra de Dios, escuchada y meditada en nuestro interior, nos ayuda también en este otro sentido: la luz de la resurrección no hace desaparecer la cruz, sino que ayuda al creyente a comprender el misterio del amor que se desprende de ella (C.M. Martini). El tiempo pascual no se vive tratando de olvidar nuestras cruces o de evadirnos de nuestros problemas, sino mirándolos con ojos nuevos, a fin de penetrar en el valor y el sentido que tienen en nuestra propia vida.
La palabra que vertebra e ilumina la celebración de este domingo es el amor; ese amor que ha alcanzado su expresión máxima en la muerte y la resurrección de Cristo. Las lecturas nos proporcionan dos de sus cualidades esenciales: que la fuente del amor es Dios, que ha tenido la iniciativa de amarnos primero, y que es universal, es decir, que alcanza a la humanidad entera.
El relato evangélico nos indica que Dios es la fuente del amor: el amor procede del Padre, pasa a través del corazón de Jesús y llega hasta nosotros. Pensar que la fuente somos nosotros es una falsa ilusión. Es más, san Juan se atreve a decir que «Dios es amor», que no es una potencia despiadada, un juez intransigente o un tirano. La Biblia nos lo revela como generosidad absoluta y benevolencia infinita (A. Vanhoye). Estamos ciertamente en el punto más elevado de la revelación del Nuevo Testamento. La frase de san Juan no es el resultado de muchos años de estudio e investigación. El discípulo amado fue testigo de la hora de la Cruz y fue allí, contemplando a Jesús traspasado por nuestros pecados, perdonando a sus verdugos e implorando la misericordia de Dios sobre todos, fue allí –digo– donde Juan comprendió que el misterio de Dios es ante todo un misterio de Amor. Considerad, de nuevo, cómo el recuerdo de la Cruz a la luz de la Resurrección ayuda a entender el amor que Dios nos tiene. Por eso os decía que este tiempo es propicio para dirigir una mirada diferente, sanadora y esperanzada, hacia nuestras propias cruces, hacia nuestras pruebas y heridas, a fin de descubrir en ellas el sentido positivo que encierran en el proceso de asemejarnos a Cristo.
Que Dios es amor o caridad, como traducen algunas biblias, indica al menos dos cosas: que en Jesucristo, Dios se ha manifestado a sí mismo como alguien que nos ama; y que Dios actúa así porque él mismo es pura donación personal desinteresada (M. Iglesias). Jesús es consciente de que recibe el amor del Padre, de que él es el mediador de ese amor y nos lo debe transmitir, y lo hace dando su vida por nosotros. En la Última cena dio gracias al Padre, que ponía en su corazón un amor infinito y al que se adhería con todo su ser humano y divino. Así, pretendía ofrecer su propia vida por las personas que amaba: no sólo por sus discípulos, sino también por todos los hombres.
De esta manera, Jesús nos hace comprender que nuestro amor no puede reducirse a un amor afectivo, un sentimiento superficial, sino que ha de ser también efectivo, que se manifiesta en la observancia de sus mandamientos: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». El amor ha de resplandecer en las obras de la vida concreta, debe brillar en las acciones y gestos cotidianos; de lo contrario, se torna un amor ilusorio.
El reto que se nos plantea es amar como Jesús, pero esto nos resulta imposible si no tenemos en nuestro interior su mismo corazón. La Eucaristía tiene precisamente la finalidad de poner en nosotros el corazón de Jesús, de modo que éste sea eficaz en nuestra vida y toda ella esté guiada por sus sentimientos generosos (A. Vanhoye).
Fijaos, además, que el Señor nos muestra un amor lleno de delicadeza y de generosidad: «Ya no os llamo siervos… A vosotros os llamo amigos». El amor de Jesús lleva el sello de la amistad. No sé hasta qué punto somos conscientes de que ser amigos de Jesús es algo extraordinario, porque él es el Hijo de Dios, lleno de santidad y de perfección. ¿Quiénes somos nosotros o qué hemos hecho para merecer su amistad y su amor? Esta amistad él la manifiesta con la confianza, con la comunicación de los pensamientos y de los sentimientos de Dios: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». La vida cristiana es una vida de confianza con Jesús, y esto también es maravilloso. Naturalmente, por nuestra parte, debemos estar atentos para acoger sus mensajes de amor. Para ello es fundamental la oración: si no oramos, si no meditamos, no podremos acoger lo que Jesús quiere decirnos en el fondo de nuestra alma. Vivir en esta intimidad con Jesús, ser guiados por él, vivir en el amor efectivo es lo que infunde en nosotros la alegría más perfecta.
Teresa del Niño Jesús, sobrecogida por este misterio, oraba así: «Dios mío, lo único que te pido es el Amor. No puedo hacer obras brillantes, pero mi vida se consumirá amándote». Y su programa era muy concreto: «aprovechar todas las pequeñas cosas y hacerlas por amor». Cuando descubrimos, como san Juan, que Dios es amor de donación, ya sólo tiene sentido en nuestra vida agradecer, alabar, hacerse disponible para amar en toda circunstancia. No esperes a que las cosas cambien para empezar a amar. En las circunstancias más adversas, no tienes nada que perder, puesto que nada ni nadie te puede impedir hacer lo mejor, que es amar. Cristo siempre pensó en ti amándote y esto te basta para no sentirte frustrado.
Pidamos a María, que concibió al Hijo creyendo y creyendo esperó su resurrección, que nos disponga para dejarnos transformar por los misterios que estamos recordando y así seamos testigos audaces y valientes del Resucitado, presente en su Iglesia hasta el fin del mundo.