Hemos iniciado esta celebración, queridos hermanos, con palabras tomadas del salmo 97: “Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas”. ¿De qué cántico se habla aquí? ¿dónde radica la novedad de ese canto al cual se nos invita? Mirad, el “cántico nuevo”, en realidad, sois cada uno de vosotros, que por el bautismo habéis vuelto a nacer gracias a la Resurrección de Jesucristo. La novedad de vuestro canto consiste en la santidad de vuestra vida. Somos un cántico nuevo cuando vivimos santamente (cf. san Agustín), somos un cántico nuevo cuando damos testimonio real del amor de Cristo. Este es el corazón de la liturgia de este día: ser un cántico nuevo que actualice el mandamiento siempre nuevo del amor de Jesús. Lo hemos escuchado en el evangelio: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Este domingo, por tanto, en el marco de la celebración gozosa de la Pascua, viene a ser una llamada a restaurar el signo distintivo de nuestra vida cristiana, es una invitación a “hacerse disponible para amar”, a reaccionar amando en toda circunstancia por difícil que sea. Dios ha tomado la iniciativa amándonos a cada uno con amor irrepetible. Nuestra misión consiste en desplegar todo nuestro ser como impronta de Dios-Amor, consiste en comprometerse cada vez más a pensar como Cristo (fe), a valorar las cosas como Cristo (esperanza) y a reaccionar amando como Cristo (caridad).
“Hacerse disponible para amar” suena bien, pero no es fácil; significa tomar una postura de irse configurando día tras día con Jesús para tener su misma “fisonomía” y su misma “voz”. Es un proceso que pasa por varias etapas: abrir los ojos a los planes de Dios-amor, sentir la llamada acuciante de cambio, palpar la propia pobreza, enrolarse en el caminar de la Iglesia, descubrir al Señor escondido en las circunstancias concretas y ordinarias y entablar una amistad profunda con Él para correr su misma suerte.
Es verdad, muchas veces nos pesa –diría que hasta nos vence– nuestro pasado. Hemos de reconocer que no hemos amado bastante a Dios y a los hermanos, y debemos sentir una profunda pena por ello. Ante Cristo crucificado, que tantas veces ha sido un “adorno” para mí, debo preguntarme: ¿qué he hecho yo por Él? ¿qué hago yo por Jesús? ¿qué debo hacer? (san Ignacio). Esta realidad, lejos de desalentarnos, nos debe estimular a dar un “sí” hondo y auténtico. ¡Urge un cambio para amar! Juan Pablo II repetía que “no somos la suma de nuestras debilidades y fracasos, sino [la suma] del Amor de Dios y de nuestra capacidad de comenzar siempre de nuevo”. Dios sabe muy bien que puede brotar una gran generosidad incluso allí donde hay debilidad y pecado.
El mandamiento nuevo del amor nos urge porque formamos un solo cuerpo, una comunión, una fraternidad, ascendemos juntos hacia la cumbre, “encordados” unos con otros; es decir, mis actos y omisiones repercuten en toda la Iglesia, en toda la humanidad y la creación. Nuestra fecundidad apostólica está también en relación directa con esta fidelidad de amor.
Por otra parte, en la fuerza y la belleza del amor radica la verdadera esperanza. Y es esta esperanza la que debemos irradiar. Pablo y Bernabé recorrían incansables las comunidades cristianas animando a todos y exhortándoles a perseverar en la fe (1ª lectura). Qué importante es que nos iniciemos en esa ascética de alentar, aconsejar y animar a nuestro alrededor (J. Esquerda). El desaliento nace del ver la realidad a medias. Hemos de llegar a ser personas positivas que sepan construir sin destruir a otros. Alentar nace de un convencimiento de que, en medio de cualquier problema, puedes caminar a la luz de la esperanza cristiana.
Siempre es posible hacer lo mejor: reaccionar amando como Cristo. En las circunstancias más adversas, no tengo nada que perder, puesto que nada ni nadie me puede impedir hacer lo mejor, que es amar. Se trata de un amor siempre atento a las necesidades de los hermanos. Un amor ágil, rápido, que no conoce lentitudes; un amor tangible y real, que posee nombre y rostro; un amor que es alegre. Si no hay alegría en el servicio generoso, significa que no hay verdadero amor. Un amor que cuida los pequeños detalles. Santa Teresa de Lisieux lo pedía en una preciosa oración: “Dios mío, lo único que te pido es el Amor. No puedo hacer obras brillantes, pero mi vida se consumirá amándote. No tengo otro medio de probarte mi amor que no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, aprovechar todas las pequeñas cosas y hacerlas por amor, pues el más pequeño gesto de puro amor te es de más valor que todas las obras juntas”. Teresa había comprendido que “el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo”.
La novedad del anuncio del Señor, hermanos, está lejos del consumismo reinante que nos destruye y nos agota, en un afán desmedido de usar y tirar, de querer estrenar constantemente sensaciones. La novedad de Cristo se encuentra en el corazón que ama, del que brota sin cesar el manantial transparente, que vence el odio, la violencia y el resentimiento, porque no deja resquicio a la envidia, ni al orgullo, ni al amor propio, sino que en situaciones límite, busca el perdón, la ayuda fraterna, la compasión y la misericordia. Cuando practicamos el mandamiento nuevo del amor, se cumple y se experimenta la descripción del vidente del Apocalipsis, porque se enjugan las lágrimas, se acompaña el dolor, se potencia la capacidad de bondad, se alcanza la experiencia necesitada de saberse amado, se difunde la consolación del alma (A. de Buenafuente). El secreto de la novedad reside en el amor que nos tengamos.
Que santa María, nos ayude a comprender que por nuestros gestos de amor, por pequeños que sean, hacemos presente a Cristo en el mundo; que ella nos enseñe a dar siempre fiel testimonio de aquel amor que Dios ha querido que sea el distintivo de los discípulos de Jesús.