Queridos hermanos en Cristo Jesús:
El texto del Evangelio de hoy, tomado del relato de San Juan (Jn 15,1-8), es sumamente rico para toda una serie de consideraciones, de las que vamos a realizar algunas.
Por una parte, estamos ante un símil que Jesús establece para presentarse a sí mismo: Él es la vid y nosotros los sarmientos. Nos encontramos ante una de esas afirmaciones en que dice de sí mismo: “Yo soy”. Es la fórmula que utiliza también en otros momentos y que muy especialmente recoge el apóstol y evangelista San Juan: “Yo soy el pan de la vida” (Jn 6,35), “Yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51), “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12), “Yo no soy de este mundo” (Jn 8,23), “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10,7.9), “Yo soy el buen pastor” (Jn 10,11), “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25), “Yo soy el camino, y la verdad y la vida” (Jn 14,6), “Yo soy rey” (Jn 18,37). Ya en el diálogo con la samaritana, al referirse ella al Mesías, Jesús le había contestado afirmando con contundencia: “Yo soy, el que habla contigo” (Jn 4,26). Jesucristo está dando abierto testimonio de sí mismo como Hijo y enviado del Padre, según lo recoge nuevamente San Juan: “Yo doy testimonio de mí mismo, y lo da también el Padre que me ha enviado” (Jn 8,18). Más aún, asevera con claridad: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30). Y con sólo decir en el momento del prendimiento en el Huerto de los Olivos: “Yo soy” (Jn 18,5.8), la turba que había ido a detenerle cayó a tierra. Todo ello es sin duda una afirmación constante de su divinidad, de su condición de Hijo de Dios, al emplear la misma fórmula con que Dios se había manifestado a Moisés en el Horeb: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3,6); “Yo soy el que soy” (Yahveh) (Ex 3,14). Por eso Jesús dirá: “Si no creyereis que ‘Yo soy’ moriréis en vuestros pecados” (Jn 8,24).
Jesucristo no puede ser asimilado a cualquier otro fundador de una religión o de una filosofía, porque no se ha presentado como patriarca originario de un pueblo o liberador y legislador al estilo de Abraham y de Moisés, respectivamente (quienes precisamente apuntan hacia Cristo), ni tampoco como profeta anunciador de una revelación divina a la manera de Zaratustra o de Mahoma, ni como el receptor de una iluminación que abre un camino para sus seguidores como Buda, ni como un gran maestro del conocimiento y de la sabiduría de la vida semejante a numerosos creadores de escuelas filosóficas en Oriente y en Occidente. Jesucristo los supera infinitamente a todos ellos porque habla de sí mismo presentándose como verdadero Dios, como el verdadero Hijo de Dios que es uno con el Padre y el Espíritu Santo. Cada vez que dice: “Yo soy”, está afirmando su propia divinidad. Esto es algo sin precedentes y sin parecidos posteriores dignos de resaltar. Él no ha dicho que venga a traer un camino de verdad y de vida, sino que Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida. Y esto sólo puede decirlo porque es verdadero Dios.
De ahí toda la fuerza de la imagen de la vid y los sarmientos que nos ofrece. Por ser verdadero Dios, es la verdadera vid de la que dependen los sarmientos. Éstos nada pueden separados de la vid, porque el hombre nada puede sin Dios. Frente a la típica tentación diabólica que acecha constantemente al hombre y que consiste en pretender proclamar o al menos alcanzar de hecho su independencia respecto de Dios, Jesucristo nos está avisando de que fuera de Él nada podemos. En el mundo contemporáneo, la experiencia de todas las utopías sin Dios a las que han pretendido conducir las ideologías ha sido siempre la de un final trágico para el propio ser humano. La misma crisis económica que sufre hoy el Occidente es la plasmación del fracaso social del materialismo capitalista, y no deja de ser terrible constatar que, en medio del empobrecimiento de muchas personas, hay quienes en el ámbito de la gran banca y la alta finanza se están enriqueciendo a base del endeudamiento ajeno.
Sin Cristo nada podemos; Él mismo nos lo acaba de decir: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Por eso debemos permanecer en la vid, unidos a ella. Pero esta unión no es impuesta, sino fundamentada en el amor: “permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15,4). De ahí que entonces podremos pedir con confianza todo lo que deseemos y se realizará (Jn 15,7). El amor, en grado de caridad como virtud teologal, es ciertamente la trabazón íntima del Cuerpo Místico de Cristo, imagen utilizada por San Pablo y que coincide de lleno con ésta de la vid y los sarmientos: “Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual Él es el Salvador”. Por eso “la Iglesia está sujeta a Cristo”, ya que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,23-25). El Apóstol de los Gentiles emplea con frecuencia esta imagen, de tal modo que en otra carta señala: “vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo” (1Cor 12,27), con una diversidad de dones concedidos por el Espíritu Santo y una organización jerarquizada de funciones (1Cor 12).
De esta imagen y realidad del Cuerpo Místico se deriva la “comunión de los santos” que proclamamos en el “Credo”: por Cristo, que es nuestra cabeza, existe una estrecha unión entre los diversos miembros de la Iglesia, de tal modo que podemos favorecernos espiritualmente entre unos y otros; no sólo entre los que pertenecemos a la Iglesia terrena, militante o peregrina, sino que también podemos ayudar a las almas de la Iglesia purgante con la celebración de la Santa Misa y con nuestras oraciones, penitencias y buenas obras, a la vez que podemos ser asistidos por los ángeles y los santos de la Iglesia celestial o triunfante acudiendo a su intercesión poderosa ante Dios.
Que María Santísima, Madre de la Iglesia y Madre de quien es cabeza de la Iglesia, nos lleve a un cada vez más intenso amor de Cristo, al que ojalá no antepongamos absolutamente nada, según el precepto de San Benito a sus monjes (“Santa Regla” IV, 21 y LXII, 11).